lunes, 10 de septiembre de 2007

Tarde de pesca.

Que calor hacia esa tarde, el sol en lo alto brillaba en un cielo sin nubes, de un celeste que jamás he vuelto a ver en mi vida. Todo estaba en calma, el pueblo, adormilado por la canícula y la costumbre, ni se movía, parecía que hasta el viento se había tomado esa tardecita en particular, para echarse una siesta sobre la tranquilidad de los campos quemados por el sol.


Solo las chicharras con su canto estridente, mi primo Daniel, el Malevo, y yo, dábamos señales de vida en esa tarde ya que nos preparábamos para una excursión de pesca, y es que desde hacia días estábamos planeando la aventura.

Primero como siempre acontecía, habíamos ido con mi primo, a pedirle al tío Chiche alguna tacuara de esas que tenía secándose sobre la azotea de su casa, y que eran las más rectas y largas que se podían obtener del cañaveral que había en su casi inexplorado fondo. Luego, con la tanza boyas, y anzuelos mojarreros que comprábamos en el almacén del Gringo, especie de ramos generales donde no faltaban desde las botas de cuero hasta las galletas de campaña, comenzábamos a armar torpemente, nuestras cañas teniendo mucho cuidado en no clavarnos el anzuelo en algún dedo (cosa frecuente por otra parte).

Ya esta, decíamos casi a coro con mi primo cuando terminábamos la labor, haciendo por otro lado mutua ostentación de nuestras artes de pesca, mira que buena que quedo!!!, con esto capaz que saco una tararira, decía inocentemente yo.

Y allí estábamos, por fin el día había llegado, en el fondo de la casa de mi primo, con una latita especialmente preparada por mi tío, en la cual metíamos cuanta lombriz lográbamos sacar de su subterráneo refugio. El Malevo mientras tanto miraba y movía su cola, porque sabia que como siempre que nos íbamos de pesca, el también estaba invitado a la aventura.

El arroyo no quedaba muy lejos, a lo sumo tres o cuatro quilómetros, que era poca cosa para nosotros. Elegíamos siempre ir bajo el puente grande, donde el arroyo corría mansamente entre un arenal, y que utilizábamos a modo de piscina, para refrescarnos un poco y aprovechar también a que el Malevo se amigara algo con el agua. Luego ya con un poco menos de calor en nuestros cuerpos y un poco mas de suciedad en el cuerpo del Malevo, nos íbamos hacia la barranca, donde el arroyo se profundizaba, y era posible el pique de alguna mojarra incauta o algún dientudo que anduviese en la vuelta.

Tomábamos entonces nuestras cañas, ensartábamos las lombrices en los anzuelos, los lanzábamos al agua, y esperábamos, la mirada fija en las boyas amarillas, a que nos advirtieran que un pez andaba por caer. A veces pasaban horas sin resultados positivos, así, que nos aburríamos, hacíamos campeonatos de “sapitos” con las piedras planas que encontrásemos y nos íbamos con las manos vacías. Otras veces el pique abundaba, y lográbamos unas cuantas presas que servían de comida al gato de mi abuela.

Para cuando regresábamos, ya el calor no era tan intenso, el pueblo ya se había desperezado y no exhibía mas su modorra, los negocios estaban abiertos, y en la casa de mi abuela, su ternura, el café con leche humeante y las galletas de campaña untadas con esa exquisita manteca salada, nos esperaban para escuchar atentamente las increíbles historias que los pequeños pescadores tenían para contar.

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