sábado, 15 de septiembre de 2007

La chumbera.


Todo invitaba para la siesta, el agobio que producía el calor del verano, la modorra que quedaba como corolario de un asado bien servido, y unos vinos mejor tomados, y ese rumor casi como una canción de cuna del vientito entre los pinos que incitaba al sueño .

Parecía que el mundo se hubiese detenido para dormirse una siestita, solamente el Tito, yo, y algunos pájaros estábamos despiertos en ese momento. Ese verano, compartía yo las vacaciones con mi amigo en su casa de Atlántida , y a nuestros doce o trece años, la aventura que estábamos a punto de emprender nos tenia fascinados.


Al Tito le habían regalado una chumbera en reconocimiento a un examen salvado, igualita a la que yo tanto deseaba, y que mis viejos estaban empecinados en no comprarme (con esa cosa le vas a sacar un ojo a alguien decían). Con su metal de un verde brillante, su mira ajustable y culata de madera bien lustrada, era todo lo que unos “cazadores experimentados” como nosotros podríamos necesitar.

Caminando despacito, tratando de no hacer mucho ruido, entre los pinos, nos sentíamos casi como Jim de la Selva o algún otro cazador famoso, de esos que veíamos en la tele con su carabina al hombro, valiente él, al momento de matar al malvado león que estaba por atacar a la muchachita. Claro que nosotros no éramos tan expertos como lo eran ellos, así que nuestra puntería nos decepcionaba, cada vez que veíamos como nuestras presas burlaban los chumbos para ellas destinados.

Pero la practica hace al maestro, así que poco a poco veíamos como nuestra puntería se iba haciendo cada vez más certera. Seguimos por un rato entre intrincados senderos, cuando de golpe la vi., a diez o doce metros de mí, sobre una rama, una Torcaza no había detectado nuestra presencia. Tome la chumbera de las manos del Tito, apunte al medio de su cuerpecito gris y apreté el gatillo.

Vi como aleteaba, una, dos, quizás tres veces, como queriendo escapar de la muerte, pero no pudo, ese montoncito de carne y plumas, caía ya sin vida hacia la tierra.

En ese momento me di cuenta de lo que había hecho y una tristeza, como hacia mucho no sentía, me invadió por completo. Ya no era yo el valiente cazador en medio de la selva a la busca de alguna fiera salvaje, me había convertido en el ser más despreciable de este mundo. Había destruido la magia del vuelo, la hermosura de la vida, la inocencia de una paloma.

No era mas una tarde hermosa la que estaba viviendo, aunque el sol seguía brillando allá en lo alto, y el calor me indicaba que era verano, todo estaba gris y nublado para mí, el invierno se había instalado en mi cabeza y no podía sacarlo de allí. No podía dejar de pensar en que por una estupidez mía, esa paloma ya no volaría mas, no criaría pichones ni le daría alegría a aquel que la hubiese sabido apreciar en el esplendor de su vida.

Demás esta decir que a partir de ese momento no quise mas una chumbera. Han pasado mas de tres décadas de aquella tarde de verano en Atlántida, y es extraño que aun la recuerde, quizás porque me hace recapacitar sobre mi propia estupidez, y como puedo a veces por ella errar el camino.

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