jueves, 14 de febrero de 2008

La balsa.


La tarde, como tantas tardes de Julio, se mojaba con la fina llovizna que más que caer, flotaba en el aire, indecisa, al no saber si era lluvia o neblina. Los cuatro, dentro del garaje de la casa de Mario, dábamos los últimos ajustes al proyecto, Tato y yo, pinzas en mano, tratábamos de ajustar los alambres, Mario y Abel, convertían un par de legítimas paletas de frontón Guastavino, en remos.

Al fin, luego de tantos esfuerzos la balsa estaba pronta, una estructura de madera, en forma de hache, encerraba un par de cámaras de rueda de automóvil, y cuatro latas de cinco litros de aceite Shell para motor, todo fuertemente, pensábamos nosotros, unido al bastidor de madera, formaban el navío.

El clima seguía feo, la llovizna no cesaba, y un vientito frío hacía que pareciéramos desquiciados, al andar de short y bermudas por las calles de Malvin, llevando con nosotros el extraño artefacto casero que tanto trabajo y orgullo nos había dado realizar.

Una obsesión, desde siempre nos unía a los cuatro amigos, nacidos y criados a pocas cuadras de la playa, desde chicos, soñábamos con conocer algún día la Isla de las Gaviotas, tan cercana, pero tan misteriosa e inaccesible para nosotros, en aquellos tiempos.

Mientras la niebla/llovizna, seguía flotando en el aire, nuestros pies dejaban huellas profundas en la arena mojada, las pocas gaviotas que estaban en la orilla, escapaban de nosotros, luchando contra el viento norte que a esa altura comenzaba a soplar cada vez más fuerte sobre la playa.

Es extraño, pero luego de tantos años, logro recordar perfectamente la sensación de humedad y frío que flotaba en el aire, más no recuerdo para nada la temperatura del agua, quizás debido a la excitación que sentíamos todos al ver nuestra obra en el mar bogando. Pues, la balsa, tal cual se esperaba, flotó, entre las olas cada vez mas grandes y espumosas que rompían contra la orilla.

Los cuatro amigos, con los improvisados remos en mano, nos subimos a la embarcación, con la loca idea de llegar a aquella isla mágica y maravillosa que parecía que a la distancia nos llamaba. Diez, quince, treinta metros alejados de la orilla, y la balsa, que creíamos indestructible, comenzó a desarmarse poco a poco.

Al principio nos reímos, luego, la impaciencia por intentar llegar a la orilla comenzó a ganar nuestros espíritus, y maldita era la gracia que nos hacía el estar lejos de la playa y a punto de zozobrar. Claro, el miedo pudo más, y luchando contra la corriente y el viento norte, al final pudimos llegar exhaustos a la orilla.

Cansados, mojados, friolentos, más no vencidos, volvimos a nuestras casas, en nuestras imaginaciones, habíamos vencido. El mar, tormentoso, peligroso y oscuro, nos había permitido volver sanos y salvos a la orilla.

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lunes, 11 de febrero de 2008

Asma.


Las manos aun temblorosas del novísimo invierno iban quitando las pocas hojas que al otoño se le habían quedado olvidadas en los árboles de mi barrio, en ese cambio de estación, que si bien no es demasiado perceptible para algunos, para otros, como en mi caso, se hacían sentir con fuerza.

Es que, con una precisión pautada por algún extraño calendario interno, era en esa época del año, precisa, y ya conocida por mí, que las crisis de asma se agudizaban, quitándome del cuerpo las energías necesarias para cumplir con mis deberes de niño, o sea, jugar al fútbol en la calle, pedalear en la Lygie de media carrera, o ir a la escuela.

Mi casa entonces se poblaba del aroma dulzón del eucaliptus, que flotaba en los vahos que en forma de vapor, salían incesantemente de la pequeña olla que sobre la estufa James a querosén, mi madre colocaba en medio del comedor, bien temprano en la mañana, con su mezcla de agua y esencia en su afán por abrir mis pulmones cerrados.

Otro aroma que se adueñaba, sobre todo de mi dormitorio, era el del Vic Vaporub, una pomada, presentada en unas pequeñas latitas anaranjadas, y que a modo de ungüento mágico, mi mamá aplicaba con una franela caliente sobre mi pecho. Cuando las crisis eran de las fuertes, vahos o pomadas no surtían efecto alguno, por supuesto.

Era en esos casos, cuando la desesperación me ganaba, por más que intentara respirar, el aire escaseaba en mis pulmones, el pecho se me hundía bajo el peso de la enfermedad, y sentía como si un par de luchadores de sumo se pararan sobre mí. El corazón entonces se me apresuraba, tratando de compensar con sus taquicardias, el mal funcionamiento de mis bronquios, que chillaban ruidosamente a causa del vano esfuerzo al que los sometía.

Por lo general, la noche era el período en que más sufría, la tos se acrecentaba, iluminando con destellos nerviosos, mis ojos en medio de la oscuridad del dormitorio. En ocasiones, en que mi lucha por respirar parecía condenada al fracaso, pedía desesperadamente la intravenosa de aminofilina, que el médico, llamado de urgencia, solía aplicarme, muy lentamente, y que yo disfrutaba, al sentirla penetrar en mis venas, como un morfinómano disfrutaría de su dosis de droga.

Al llegar la mañana, mi cuerpo exhausto por la lucha, era incapaz de moverse por el cansancio, y era en ese tiempo, en que realmente podía dormir sin pausas algunas horas, dándole tregua a mi organismo para que se recuperase sus fuerzas perdidas durante la batalla nocturna. Y para darle una tregua a mi madre también, que, cansada pero incondicional, a mi lado apoyaba su mano en mi frente, intentando de algún modo adivinar como pasaría la próxima noche.

Los años pasaron, y le darían la razón al viejo doctor, que siempre aseguró que me sanaría solo al llegar a la pubertad, y si bien, aunque la desaparición no fue inmediata, poco a poco, a partir de mi adolescencia, las crisis fueron cada vez menos frecuentes, los ataques imperceptibles, y las toses casi inexistentes, sacándonos un peso de encima a mis bronquios y a mi madre también.

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