jueves, 18 de junio de 2009

Encuentro.


Un extraño presentimiento invadió mi alma cuando la ví aparecer en la esquina de Colonia y Ejido aquella fría mañana de junio.

Hacía mucho que le debía un regalo de cumpleaños a Gonzalo, ¡siempre tan atento Gonzalo!, pensé para mi mismo, no podía dejar pasar un día más, me decía mientras miraba la vidriera del local dónde yo sabía él había visto esa bufanda que tanto le gustaba.

Esta casa no es de las más baratas, solo ropa de calidad, pero Gonzalo era un amigo de esos que valen la pena tenerlos, y bien se merecía el gasto. Quizás estos pensamientos fueron los que retrasaron unos segundos mi entrada al local, esos segundos que en definitiva fueron los determinantes para que sucediera lo que al final sucedió.

Es que una cosa fue verla aparecer a lo lejos, doblando por esa esquina de la confitería, distraída, ensimismada en sus cosas, y otra muy distinta fue el sentir su fría mirada clavándose en mis ojos como un puñal helado y certero. El extraño presentimiento que tuve al comienzo desapareció como barrido por el viento helado del invierno, y en su lugar, una certeza ocupó ese espacio, una oscura y terrible certeza.

Sin dejar de mirarme, ella se detuvo unos segundos, de esos que parecen siglos, frente a mi, y con la mas fría de las miradas, hizo un gesto, casi un rictus con su boca que me dejó estático. Quise decirle algo, preguntarle el porqué insultarla quizás, pero yo parecía una estatua viviente, como esas que a pocas cuadras, vestidas de diosas o polichinelas sorprenden a los niños que pasan de la mano de sus padres.

-Es mi trabajo- me dijo a modo de disculpa, se dió media vuelta y desapareció entre el gentío que esperaba la luz verde del semáforo. Y me dejó ahí, aterrado y parado, y ni siquiera volteó para ver cuando la cornisa que caía del tercer piso me destrozaba la cabeza. A la Parca quizás no le guste mucho su trabajo, por eso ni siquiera se haya quedado a mirar mi muerte.

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