viernes, 28 de noviembre de 2008

El Guitarrero.


Como una de tantas, de las casas de una ciudad del interior, la casa de mi abuela materna, apenas si se dejaba ver desde la calle de tierra, oculta casi por completo, por la espesura de las enredaderas tupidas, jamás podadas, que crecían revolviéndose entre los alambres del tejido metálico que le servía de soporte.

Con sus paredes exteriores cubiertas con un viejo estucado de un color indefinido, era de esas casas antiguas con techo de bovedilla que se recostaban sobre un lado del terreno, y dejaban un corredor cubierto por parras y glicinas que conectaba el jardín con un fondo descuidado e inmenso.

Mas allá del galpón de chapa que dormitaba por la inacción de años en el final de ese verde corredor, existía un territorio casi inaccesible, con grandes yuyos, y toda clase de alimañas poblándolo. En otras palabras, un territorio que nos llamaba por lo misterioso y dulce de los frutos de mburucuyá que crecían enredándose en las ramas de un naranjo amargo, y la posibilidad siempre presente de encontrarse con alguna culebra o viborita ciega.

Por eso era que cada tanto con mi primo nos internábamos en aquella pequeña gran selva salvaje, de la cual salíamos arañados por las espinas de los mancaperros, y con la ropa llena de flechillas y pequeños abrojitos que abundaban por allí.

-Mira ese bicho- le dije a mi primo cierto día, a la vez que le señalaba un pequeño insecto, desconocido para mí, de alas tornasoladas y antenitas con un pompón negro, que como una gema viviente, destellaba con su luz entre verde y azulada bajo el sol de la siesta. –Es un Guitarrero- me contestó él, conocedor como todo niño de campaña de la fauna que lo rodeaba.

- Si lo agarrás sin apretarlo y te lo acercás al oído oirás como toca la guitarra para vos …-
No creí demasiado lo que mi primo decía con respecto al bichito, pero conocía yo de sobra su sabiduría en esos temas, por lo que por ello, y por el empuje dado por mi curiosidad, tome con mi mano, muy levemente cerrada al insecto, que al ver que me acercaba, intentó desplegar sus alas para escapar, aunque no lo logró.

Acerqué mi mano al oído, y escuché atentamente, mientras sentía en la palma y los dedos las cosquillas que las pequeñas patitas finitas y casi rojas me producían al raspar sus pelitos contra mi piel, aguanté la respiración, como para oír mejor, y entrecerré los ojos, protegiéndolos del resplandor del sol.

Tuve que abrir mi mano, con muchísimo cuidado tratando de que el Guitarrero no escapara, para poder comprobar de dónde provenía la música, y cuando lo tuve ante mis ojos, mi inocencia de niño hizo que buscara en sus patitas, o bajo sus alitas tornasoladas, esa mágica guitarra con la cual había tocado su melodía, solo para mí.

Por supuesto, nada encontré, y ni siquiera supe de dónde había provenido la musiquita que un rato atrás había escuchado en mis oídos.
Estoy convencido, que en algún lugar de su cuerpecito, el animalito esconde su guitarra de los ojos indiscretos de los niños, y solo la descubre y utiliza, al sentir que el secreto de su mágica sinfonía no podrá ser descubierto.

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