viernes, 26 de octubre de 2007

En el rio.


Como un ritual casi, los mayores, luego del almuerzo, se tiraban un par de horas en sus camas, tratando de escapar un poco del calor que con lengüetazos de lagarto, quemaba la piel aún bajo la sombra de los árboles. La mesa, instalada bajo la enramada, quedaba mientras tanto con los trastos sucios, con los restos de la comida del mediodía, esperando que la tardecita trajera a los voluntarios que rejilla y jabón en mano, los despojaran de la grasa, irresistible lugar de reunión de cuanta mosca había en el aire.

Solo los perros, mis primos, el tío Yuyo, demasiado joven y soltero, como para encarar una siesta, y yo, quedamos despiertos, muertos de calor, pensando que haríamos esa tarde. La estridencia del canto de las chicharras, parecía aumentar el calor del día, que dormitaba en las calles desiertas y polvorientas del pueblo.

Dentro de la casa, el frescor de los cuartos, invitaban al sueño, así, que los mayores, poco podían hacer para controlar nuestros pasos. -Tío, vamos a nadar al río, dijimos a coro mi primo y yo.- -Bueno, voy hasta casa a cambiarme y vamos al río, debajo del puente, ustedes vayan yendo si quieren-

Daniel y yo, con un par de mandarinas para el viaje, le silbamos al Tilo, invitándolo para el paseo. El Tilo nos miró, movió un par de veces la peluda cola, y siguió como si nada, deleitándose con el hueso que mi abuela le había regalado, horas antes.

El cielo despejado por completo, estaba casi blanco a causa del resplandor del sol, nada se movía nada hacía ruido, a no ser las chicharras y nosotros. El dulzor de las mandarinas, acentuaba lo perfecto del día, llenando nuestras panzas con ese jugo tan especial, de la fruta consumida al otro día de haber sido bajada del árbol.

En el recodo, allí, donde la calle de balastro, dejaba de ser calle para transformarse en huella de carro, ya pudimos ver el agua mansa y barrosa del río. Solitario, el cauce pasaba por entre la fronda del monte nativo, lleno de pájaros sesteando y chicharras cantando.
Sólo una eterna carpa de Gitanos, demostraba presencia humana aquella tarde en el río. Ni por el puente grande, durmiendo algunos metros sobre la playita mansa, se notaba movimiento alguno.

- El último, cola e’ perro-, gritó mi primo, que descalzo, ya corría entre los cantos rodados y los abrojos derechito a zambullirse, yo, montevideano, más acostumbrado a los zapatos, no podía ganarle, mis pies de citadino, no podían soportar los pinchazos de las piedras y las espinas.

El agua estaba fría, y la reacción con el cuerpo caliente me hizo tiritar, pero solo un segundo, al poco tiempo ya estaba jugando con mi primo en el agua, “nadando” en un charco de menos de un metro de profundidad.

Esa parte del río, era la autorizada para bañarse para los niños, ya, mas allá, de un lado, una pequeña represa, convertía las aguas en una piscina de un par de metros de profundidad, bastante inaccesible por lo agreste. Del otro lado, los fundamentos del enorme puente, creaban fuertes corrientes que hacían peligroso el moverse por ese sitio.

Un trozo de madera, de algún árbol del monte, siguiendo la corriente, pasó flotando ante mi primo y yo, rumbo al puente, - a quién agarra la madera primero!-, grité, al mismo tiempo que me zambullía en el agua, tratando de ganarle la pulseada a mi primo.

La rama se alejaba cada vez más de nosotros, y yo la seguía, mientras mi primo aún no reaccionaba. El agua se sentía tibia ahora, y gracias a un último impulso, mi mano ya asía el codiciado trofeo, estaba en la gloria!.

Me quise parar, y mostrarle a mi primo como esta vez, el triunfo había sido mío. Pero no pude, al dejar de impulsarme, mis pies buscaron el fondo, pero no lo encontraron. Una desesperación, como nunca había sentido antes me invadió en una milésima de segundo.
Mis brazos se movían furiosamente, mientras mis pulmones me dolían a causa de la falta de aire.

El miedo a morir, la desesperación de no poder respirar, la sorpresa de lo inesperado. Todos esos sentimientos a la vez, invadían mi mente, mientras mi cuerpo ya estaba por dejarse llevar por la corriente mansa.

En todo ese entrevero, oí allá a lo lejos, a alguien gritando, mientras sentía que alguien me tomaba de mi cabeza, dándole la oportunidad tan necesaria de respirar a mis pulmones. –Cómo estás guri?-, la voz del tío Yuyo, llegó a mis oídos, como la mejor de las músicas. Desorientado, yo, ni sabía donde estaba, y sólo me di cuenta varios minutos después, que estaba en el barranco, muy cerca de los cimientos del puente, lejos de la seguridad de la playita.

A pesar de que temblaba incontrolablemente, estaba feliz, muy feliz, -no le digas nada a mamá-, le pedí a mi tío. Los pájaros en el monte, seguían silenciosos, un camión, cargado de sandías, hizo retumbar el puente, allá arriba, mientras Daniel y el Yuyo, ya corrían hacia el agua, -el último, cola e´ perro-, escuché gritar a mi primo.

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martes, 23 de octubre de 2007

Duendes en el Altillo.


No siempre puedo estar en el Altillo. Quisiera, pero no puedo, hay veces que me alejo, y por días no guardo nada en él. Otras veces, lo visito, pero solo para constatar que todo sigue allí, desordenado pero en orden.

Pero se que, aunque yo no pueda estar , es raro que este vacío. Lo visitan, lo acompañan, lo pueblan. Son los duendes, seres etéreos, pero muy reales, que silenciosamente, a veces, o con voces convertidas en comentarios, otras, están entre sus cosas, desempolvándolas y lustrándolas, con el brillo mágico de sus miradas.

Vienen de muy diversos sitios, de lejanos países, situados al otro lado del mundo algunos, otros de aquí nomás, son casi casi vecinos. Pero todos, llegan gracias a esa capacidad que tienen los duendes de volar a través del tiempo y el espacio. Llegan por los días, y por las noches también, metiéndose por las ventanas, que ellos saben, siempre están abiertas de par en par.

A veces, coincidimos, y me doy cuenta que están, escucho sus murmullos, o veo sus sombras moverse entre los estantes, otras veces, aunque no hayan escrito nada, descubro pequeños restos de luz en los rincones, signos inequívocos de su presencia.

Pero sé, que cuando vienen, se sienten a sus anchas aquí. Lo recorren, como yo de niño recorría el altillo en lo de mis abuelos, esperando descubrir algo que les pueda llegar a interesar. Y aunque no lo crean, alguno que otro ha tenido suerte. Y me lo han dicho, que entre las cosas guardadas en el Altillo, siempre algo encuentran para entretener sus horas. Cuentos, retazos de historias, palabras, que yo ya ni recordaba que estaban allí.

Y es por eso que en el Altillo, pese a los inviernos, o a los veranos, las ventanas siempre estarán abiertas de par en par, a la espera de esos seres mágicos y etéreos, a los que les gusta pasearse entre los estantes polvorientos a la búsqueda de mis recuerdos que he dejado guardados por ahí.

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