miércoles, 20 de febrero de 2008

El reto.


Las calles polvorientas del pueblo se adormecían bajo el sol de la tarde. Como tantas veces antes, los tres amigos, con menos perezas que sus mayores, dejaban las siestas de lado para reunirse, buscando en juegos, desafiarse mutuamente.

Es que el aburrimiento de las tardes pueblerinas, era grande para quienes iban entrando en esa edad, donde los estirones del cuerpo permiten ver que el horizonte es más amplio de lo que uno pensaba.

Como un desafío, el tanque de agua, eterno e inmenso, retaba a los tres amigos. De unos veinte metros de altura, dormitaba pesadamente en las afueras del pueblo, sobre una elevación del terreno, y su sola vista ya era intimidante.

Sabiendo del terror que Luis sentía por las alturas, Mario y Daniel azuzaban, cada tanto, a su amigo, gritando a coro – el que no sube es un gallina – mientras trepaban rápidamente por la pequeñísima escalera metálica que recorría al monstruo por uno de sus costados, mientras Luis los miraba frustrado desde la seguridad que le brindaba el suelo.

Una tarde, sin embargo, Luis estuvo dispuesto a vencer a sus demonios y aceptar el reto, ese día sería recordado por todos, le demostraría a sus amigos que el no era un gallina.

El corazón galopaba en el pecho de Luis a la vez que miraba a la cima de la enorme estructura, mientras las palabras burlonas de sus amigos, retumbaban como un bombo en su cabeza. Sabía que si no vencía su vértigo, quedaría para siempre como un cobarde frente a ellos.

Las temblorosas manos de Luis, empapadas de transpiración, se aferraron con fuerza a los peldaños redondos de hierro, aun no subía, y ya una sensación sumamente desagradable le ganaba el cuerpo. Sus pies, aunque pisando tierra firme, sentían un extraño cosquilleo que comenzaba en sus plantas y que poco a poco se extendía por las piernas hasta llegar a su garganta.

Aterrado, giró su cabeza y miró por última vez el suelo, luego, alzó su vista y vio como en lo alto, allá muy lejos, sus amigos ya casi en el techo, miraban hacia abajo y con gestos burlones se reían de su vértigo. Los pies, ahora pesaban toneladas, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder levantarlos y apoyar el primero sobre el primer escalón.

Comenzó a trepar lentamente la escalerilla oxidada, mientras por su espalda un hilo de sudor helado lo recorría sin piedad, empapando el buzo que llevaba puesto.

No supo decir cuanto había trepado ya por la escalera, cuando un terror ciego, arcano, profundo, le inmovilizó completamente el cuerpo. Suspendido a una altura que no podía precisar, sentía como sus manos, como garras, se aferraban a la vida, mientras que la gravedad luchaba en su contra.

Encima, las risas y los reclamos de sus amigos obraban de contrapeso a sus terrores. – Tengo que vencer el miedo -, pensó para sus adentros, y cerrando sus ojos, a tientas nada más, venció la parálisis y continuó subiendo.

Desde la cima, la vista del pueblo era estupenda, a lo lejos podía ver el río con su playita mansa, y mas lejos aún los cerros cercanos a la capital del departamento. Los nervios iban desapareciendo de a poco, como exorcizados por la trepada, pero, y esto era lo más importante, ya no escuchaba las burlas de sus amigos, vencidos por su determinación a ganarle al miedo.

Luis descansó unos segundos para reponerse de la subida, y luego, ignorando su terror al abismo, se acercó lo más que pudo al borde y miró curiosamente hacia abajo. Y, con el corazón palpitando por la emoción, y con un brillo extraño en sus ojos, miró a sus amigos y les lanzó su reto al tiempo que gritaba: -¡el que no salta es un gallina!-.

Por un brevísimo instante, el cuerpo de Luis, flotó en el aire, como un cuervo en vuelo, pero inmediatamente fue reclamado por la tierra que lo recibió con un ruido seco veinte metros más abajo.

Los ojos abiertos por demás, pintaban una mueca de asombro y miedo en Mario y Daniel, que veían, como allá, en el suelo, un hilo de sangre comenzaba a brotar del cráneo destrozado de su desafiante amigo.

Ambos se miraron un instante, y al grito unánime de “el que no salta es un gallina”, los amigos saltaban también, recogiendo el reto, segundos después. El ruido seco de los dos cuerpos golpeando con fuerza la tierra retumbó, entre las vigas de hormigón blanco del viejo tanque de agua.

La hora de la siesta, corrida por el frescor de la tarde, se marchaba muy lentamente, mientras, que de los cuerpos destrozados de los tres amigos la sangre que manaba, comenzaba a teñir poco a poco de escarlata la tierra.

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