martes, 23 de junio de 2009

El Rubio.


-Ayer me crucé con Roberto, ¿te acordás de Roberto?, el flaco que se casó de apuro con la hija del zapatero- le dije. El Rubio giró la cabeza y con un gesto bueno me dijo que no, que no se acordaba quien era Roberto. Luego, como si jamás le hubiera hecho ese comentario, me preguntó si había visto a alguien de la barra, mientras me convidaba con una galletita rellena, de esas que yo sabía que le gustaban y que le había llevado junto a los cigarrillos rubios y los chocolates.

Una paloma pasó volando bajo, y los ojos entrecerrados de El Rubio la siguieron hasta que se perdió de vista detrás del árbol de magnolia que explotaba de verdores y aromas en medio del patio. -¿Te dijeron cuando me voy?- la voz de El Rubio sonaba más a súplica que a pregunta. –No, no tengo idea, supongo que pronto- le contesté, avergonzado por haberle mentido.

-Yo no hice nada, no se porque estoy aquí- dijo casi para si mismo, con una voz llena de nostalgias y tristezas y bajó la cabeza y se quedó mirando las hormigas que hacían su festín con las migas que caían de las galletitas. Bien sabía yo que no había hecho nada, quizás tal vez su pecado había sido el no confiar lo suficiente en si mismo, tal vez fue el buscar esa confianza en los porros y las pastillas ése tal vez haya sido su pecado, y vaya si lo estaba pagando.

A la mente me llegan recuerdos de treinta y pico de años atrás, con proyectos e ilusiones que en el caso de él, quedaron encerradas en esa prisión oscura y fría que es la locura.
Porque lo peor no es el encierro del loquero, lo peor es saberse encerrado para siempre en un mundo que no es el verdadero. El Rubio abrió un chocolate, y antes de probarlo me ofreció un trozo, ni siquiera la locura había podido borrar la bondad de su persona, aunque delirante el que estaba a mi lado, seguía siendo mi primo, el mismo que tantos sueños había compartido conmigo.

La tarde caía como plomo sobre el patio, y la hora de visita se esfumaba entre los barrotes y los alambrados que evitaban que éstos pájaros con las alas cortadas pudieran volar.

El Rubio miró el cielo, y seguro envidió a esos pájaros que no estaban enjaulados y podían ir sin problemas adonde ellos quisieran. Alguien se paró balbuceando algo ante nosotros, y recibió su trozo de chocolate, agradeció y se marchó hacia su habitación, y yo, me conmovía un poco al ver como entre los que se saben diferentes y excluidos de éste mundo, surgen esas pequeñas y a la vez inmensas solidaridades.

–Bueno, yo me voy, ya casi es la hora y me van a decir algo-. -¿Ya te vas?-. Y un nudo en la garganta apretaba y apretaba. –Si, sabés que si me quedo la enfermera me reta- le dije tratando de ser gracioso.-Gracias por venir y traerme lo que me gusta- -Decíle a mamá que me venga a ver- , y yo asentí, sin siquiera explicarle que los años fueron pasando y que la muerte no respetó a cuerdos o madres.

La tarde caía en el patio, oscureciendo a la magnolia y a las soledades que quedaban sobre los bancos vacíos y las mentes marchitas. Y yo me marchaba lentamente, pensando al mirar alrededor mío, en todos ésos amores truncos, sueños deshechos y vidas partidas al medio. Volví a mirar para atrás antes de salir por el portón de hierro, le pedí perdón mentalmente a El Rubio por dejarlo encerrado, y me fuí del hospicio con un gusto amargo en la boca.

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