miércoles, 10 de diciembre de 2008

Los Numerindios.


En el Valle del Indo, milenos antes de que aparecieran ciudades como Mohenjo-Daro o Harappa existió una cultura que por lo original y extraña, desconcertó a los científicos durante décadas: la cultura de los Numerindios.
Dentro de los tantos misterios que envuelve a este antiquísimo pueblo, precursor entre otras de la cultura Indostánica, está el hecho de haber desaparecido sin dejar casi rastro de su presencia en las fértiles riberas del río Indo y adyacencias.

Pero mucho más extraño y bizarro aún que la desaparición de los Numerindios, fue su extraordinaria forma de comunicación. Ellos no se comunicaban a través de frases construidas en base a oraciones o palabras. No poseían, además, alfabeto alguno tal y cual nosotros lo conocemos hoy en día. Más por el contrario, su sistema numérico era por lejos el más avanzado de su época, siendo esta cultura según algunos especialistas, la que introdujo el concepto del cero en las culturas del Medio Oriente y la Mesopotamia.

¿Y que tenía de original y extraño el método con que este pueblo se comunicaba se estarán pensando ustedes?. Pues bien, los arqueólogos han desenterrado tablillas que al principio se creyeron, parte de inventarios de cosechas, o balances, llenas de símbolos numéricos, y que a la postre se descubriría era de los mas extraños métodos de comunicación entre humanos de todas las épocas.

Esta cultura tenía asignado un número para cada frase utilizada en su interacción diaria, incluso los nombres propios, tenían su digito. Por ejemplo, “Uno”, significaba para ellos “Buenos días”, “Dos”, “Como está usted” etcétera. Los arqueólogos han hecho este extraordinario descubrimiento gracias a la aparición de una tablilla con una famosa canción sumeria de la época inscripta en griego, cuneiforme y lo que luego se sabría, numerindio. Esta tablilla, especie de Piedra de Roseta, contenía la letra de la canción “Ochenta y nueve” o sea “Siempre te amaré”, en idioma numerindio.

Como otro ejemplo, en un trozo de la tablilla llamada Códice Numérico De Los Asnos, por los especialistas de la cultura numerindia, se puede leer “Uno Dos, Ochenta ¿Treinta y tres?” que traducido sería mas o menos así: “Buenos días Como esta usted, Vajreshwari ¿Vendió usted los asnos?” pregunta efectuada por un tal “Ciento treinta y uno” al cual aún no se le ha podido traducir el nombre.

Prosiguiendo con el códice citado, “Ochenta”, o sea Vajreshwari, le responde en unas líneas mas abajo a “Ciento treinta y uno”: “Uno Tres, Diecinueve Cuatrocientos dos” que significa “Buenos días bien gracias, solo he vendido uno”.

Como podrán notar, los números también se representaban por dígitos, en este caso por ejemplo vemos que “Cuatrocientos dos” equivale al número uno.

Algunos estudiosos sostienen que la desaparición de la cultura numerindia se debió a la mal interpretación, que de cierta frase hicieron los Numerindios de una invitación hecha por Aecio el Rey de los bárbaros a la hija del Rey “Mil dos” (Bravo Guerrero), y que derivó en una sangrienta guerra de desgaste.

La hermosa “Dos mil cuarenta” (Flor hermosa) hija del Rey “Mil dos”, recibió la invitación de practicar el Veintiuno de parte de Aecio, rey de los bárbaros, lo que provocó la furia de “Mil dos” originando la fatal refriega.

Veintiuno según los Códices conocidos significaría “Matemos al viejo y quedémonos con sus asnos” en idioma numerindio.

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martes, 2 de diciembre de 2008

Juan, el perro y el gato.

Juan despertó con un sudor helado cubriéndolo de pies a cabeza. Miró el reloj, las 3:40 de la madrugada, intentó levantarse para ir al baño, pero las náuseas le impidieron moverse, si lo hacía, lo sabía bien, vomitaría sobre las sábanas, y no quería darle más trabajo a su mujer. Ana, su compañera de toda la vida, dormitaba a su lado gracias a su dosis de barbitúricos que el médico le había recetado.

Sobre la almohada, tenuemente iluminada por la luz roja del radio reloj, que lo acompañaba desde hacía años, Juan pudo divisar un mechón de sus propios cabellos que había perdido mientras dormía. Se pasó suavemente la mano por su cabeza, y sin ningún esfuerzo otro mechón se le pegó a sus dedos huesudos y sudorosos.

De la oscuridad de la madrugada, le llegaba el sonido del maullido de algún gato pendenciero que recorría los tejados de las casas dormidas. Ahora el perro del vecino se pondrá a ladrar pensó, conocedor de la rutina de las noches. Una leve sonrisa apareció en la boca de Juan al escuchar como el perro casi como obligado por esas historias de perros y gatos, se ponía a ladrar furiosamente tratando de llegar al pretil donde el felino seguía maullando inmutable y desafiante con su cola en alto.

Cosas de la vida pensó Juan, los gatos seguirían maullando, el perro contestando con sus ladridos nocturnos, y ya no estaré aquí para escucharlos. Que injusto que un perro y un gato le sobrevivan a uno se dijo a si mismo en voz baja, mientras la sonrisa en su boca se transformaba en un mueca de dolor.

Como una braza incandescente algo quemante y terrible le carcomía las entrañas, algo siniestro contra lo cual venía luchando ya hacía meses, pero que no lograba vencer. Trató de moverse lo menos posible para no despertar a Ana. Abrió el primer cajón de su mesa de luz, y a tientas tomó el blister de los calmantes.

Son muy fuertes, así que con dos cada ocho horas tendría que alcanzar, le había dicho el médico. El sonido de las tres grajeas rompiendo la cubierta del blister, sonaron como disparos en la quietud de la noche. Ana, aún dormida, murmuró algo, Juan creyó oírla sollozar. Tomó un sorbo de agua del vaso que ya nunca faltaba a su lado, puso una a una las pastillas y tragó con muchísima dificultad.

Ahora el dolor le daba un respiro, podía ponerse sobre su costado para que las náuseas no lo vencieran y así descansar un rato. El efecto de los calmantes no duró mucho, otra vez el sudor frío que lo cubría de pies a cabeza.

Juan venciendo las náuseas y el dolor, se levantó poco a poco de la cama, salió del dormitorio, cerró la puerta para no despertar a Ana, y fue hacia el dormitorio de su hijo. Vacío desde que Jorgito se había casado, aún conservaba los muebles y el olor inconfundible de su amado hijo.

Aunque la luz estaba apagada, la luna que entraba por los cristales de la ventana sin cortinas, hacía fácil el caminar por entre los muebles. Fue hasta la ventana, la abrió y el aire fresco de la madrugada le dio de lleno en el rostro.

Afuera, el gato sobre el pretil seguía con un maullido que ahora se parecía más el llanto de un niño, contestado con los roncos ladridos del perro del vecino.

Dos estampidos despertaron a Ana, que saltó sobresaltada sobre la cama. A su vez, el perro no tuvo tiempo de escapar, sólo atinó a ver cuando el gato caía muerto sobre él. La bala ni siquiera le permitió un último ladrido antes de morir.

La luz del cuarto de Jorgito se encendió, y Juan vió la cara espantada de su mujer. Es injusto que un perro y un gato le sobrevivan a uno, le dijo mientras apoyaba el caño aún humeante sobre su sien.

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viernes, 28 de noviembre de 2008

El Guitarrero.


Como una de tantas, de las casas de una ciudad del interior, la casa de mi abuela materna, apenas si se dejaba ver desde la calle de tierra, oculta casi por completo, por la espesura de las enredaderas tupidas, jamás podadas, que crecían revolviéndose entre los alambres del tejido metálico que le servía de soporte.

Con sus paredes exteriores cubiertas con un viejo estucado de un color indefinido, era de esas casas antiguas con techo de bovedilla que se recostaban sobre un lado del terreno, y dejaban un corredor cubierto por parras y glicinas que conectaba el jardín con un fondo descuidado e inmenso.

Mas allá del galpón de chapa que dormitaba por la inacción de años en el final de ese verde corredor, existía un territorio casi inaccesible, con grandes yuyos, y toda clase de alimañas poblándolo. En otras palabras, un territorio que nos llamaba por lo misterioso y dulce de los frutos de mburucuyá que crecían enredándose en las ramas de un naranjo amargo, y la posibilidad siempre presente de encontrarse con alguna culebra o viborita ciega.

Por eso era que cada tanto con mi primo nos internábamos en aquella pequeña gran selva salvaje, de la cual salíamos arañados por las espinas de los mancaperros, y con la ropa llena de flechillas y pequeños abrojitos que abundaban por allí.

-Mira ese bicho- le dije a mi primo cierto día, a la vez que le señalaba un pequeño insecto, desconocido para mí, de alas tornasoladas y antenitas con un pompón negro, que como una gema viviente, destellaba con su luz entre verde y azulada bajo el sol de la siesta. –Es un Guitarrero- me contestó él, conocedor como todo niño de campaña de la fauna que lo rodeaba.

- Si lo agarrás sin apretarlo y te lo acercás al oído oirás como toca la guitarra para vos …-
No creí demasiado lo que mi primo decía con respecto al bichito, pero conocía yo de sobra su sabiduría en esos temas, por lo que por ello, y por el empuje dado por mi curiosidad, tome con mi mano, muy levemente cerrada al insecto, que al ver que me acercaba, intentó desplegar sus alas para escapar, aunque no lo logró.

Acerqué mi mano al oído, y escuché atentamente, mientras sentía en la palma y los dedos las cosquillas que las pequeñas patitas finitas y casi rojas me producían al raspar sus pelitos contra mi piel, aguanté la respiración, como para oír mejor, y entrecerré los ojos, protegiéndolos del resplandor del sol.

Tuve que abrir mi mano, con muchísimo cuidado tratando de que el Guitarrero no escapara, para poder comprobar de dónde provenía la música, y cuando lo tuve ante mis ojos, mi inocencia de niño hizo que buscara en sus patitas, o bajo sus alitas tornasoladas, esa mágica guitarra con la cual había tocado su melodía, solo para mí.

Por supuesto, nada encontré, y ni siquiera supe de dónde había provenido la musiquita que un rato atrás había escuchado en mis oídos.
Estoy convencido, que en algún lugar de su cuerpecito, el animalito esconde su guitarra de los ojos indiscretos de los niños, y solo la descubre y utiliza, al sentir que el secreto de su mágica sinfonía no podrá ser descubierto.

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miércoles, 29 de octubre de 2008

Fracasos.

Muchos no aceptan la existencia de los fracasos. No porque no hayan fracasado jamás, no, sino porque no son capaces de asimilar las derrotas. Porque, la verdad sea dicha, ¿quien puede decir que le guste perder en algo?.

Y es que los humanos estamos hechos de esta forma, está en nuestros genes. Nos hicieron imperfectos, pero con un afán constante de gloria, ¿que paradoja no?, y gracias a esta disparidad de criterios que tuvo nuestro creador al diseñarnos, es que, somos capaces de grandes logros, pero también, de desalentarnos ante el mínimo escollo.

Es por eso, que muchas veces nos cuesta comprender que de todo golpe, de todo traspié, siempre, si somos lo suficientemente sabios, podemos sacar una enseñanza.

En mi caso particular, un tanto tardíamente me di cuenta, que las caídas eran lo común en esta carrera de obstáculos que llamamos vida. Una vez y muchas más, rodé por el piso intentando llegar a la meta, compadeciéndome de mi suerte, viendo como los demás competidores pasaban de largo sin darse cuenta siquiera de que yo estaba allí, caído a su lado.

Y un tanto tardíamente también, comprendí, cuanto, esas caídas me habían enseñado en mi carrera. Cuantas cosas me hicieron ver desde otra perspectiva, cuanta experiencia aportaron a mi vida. Y cuando uno se da cuenta de que siempre hay tiempo para una carrera mas, consulta en su lista de experiencias, esas vivencias que en algún momento de nuestras vidas consideramos negativas, y las utiliza como una brújula, o como un mapa para llegar a destino.

A veces lo aprendido nos indica lo que debemos hacer para evitar caernos nuevamente, seguir en carrera, y encontrar nuestro destino, otras, nos susurran al oído, diciéndonos, -no sigas en esto, no es lo que realmente estas necesitando-.

Metas afectivas, económicas, o de la clase que sean, las tenemos todos, y es difícil que podamos llegar a lograrlas, sin previamente habernos dado de bruces contra el suelo una y mil veces. No en vano, cada vez que vemos arrugas en un rostro, sabemos que la vida con su carga de cosas buenas y malas, ha pasado por esa persona, y que sin duda alguna, la han enriquecido con la experiencia.

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lunes, 11 de agosto de 2008

Zitkala.


El joven y valiente Zitkala, tal como lo había prometido a su padre, iniciaba su peregrinación al santuario de la Montaña Sagrada, dónde hacía ya mucho tiempo, el sabio y viejo Nantai se había retirado, a meditar y a esperar la muerte.

El santuario parecía eterno, barrido por el frío viento del este, que soplaba con crueldad sobre las laderas desnudas de la Montaña Sagrada. Nantai, el Maestro, esperaba allí con paciencia el encuentro con sus ancestros. Sentado sobre una roca contemplaba ahora con cariño al joven Zitkala que había acudido a él en busca de sabiduría. El joven era fuerte y valiente, y el Maestro lo intuía, sería algún día, la memoria de su gente.

¿Es que acaso algún día seré útil a mi pueblo? Preguntó el joven al Maestro, Nantai, poniéndose de pie, le pidió a Zitkala que describiera lo que veía, allá, muy abajo en el valle. “El valle no ha cambiado Maestro, sigue igual que cuando vivías en él, ¿para que describírtelo entonces?”

“No te pido que me lo describas, pido que te lo describas a ti mismo, para que en tu corazón lo atesores por siempre” respondió pausadamente Nantai. “Es que no entiendo Maestro, ¿Por qué tendría que describirme algo que todos los días veo, y que no ha cambiado en cientos y cientos de lunas?” le preguntó Zitkala. El Maestro miró al joven con un dejo de tristeza, y contestándole casi en un susurro le dijo: “No le damos la importancia que se merece a lo cotidiano, a lo que es común en nuestras vidas, lo que en años no ha cambiado, lo creemos eterno, creemos que la libertad es para siempre, y que la tierra es incapaz de ser herida”.

El sol lentamente iba escondiéndose tras la Montaña Sagrada, un poco más abajo, los últimos pájaros escapaban de la noche, buscando rápidamente sus nidos. Nantai quedó entonces silencioso e inmóvil, mirando en el lejano valle que se adormecía, las manadas de búfalos pacer pacíficamente las verdes y tiernas pasturas de la primavera, y a los arroyos que comenzaban a hincharse con el agua fresca y limpia proveniente de los primeros deshielos...

Los ojos del anciano Zitkala se iluminaron cuando junto a la fogata, los pequeños pidieron que contara historias de su niñez. Abriendo su corazón entonces, hizo que los niños corrieran libres por el valle, asustando a los conejos y divisando a lo lejos las grandes manadas de búfalos, sustento de su pueblo, los niños, con los pies mojados atravesaban los riachos cada vez más profundos y rápidos, mientras oían a lo lejos el galope de los caballos de los cazadores que retornaban felices a la aldea.

El anciano Zitkala, vió en los ojos asombrados de esos niños la misma libertad que él había visto y gozado cuando joven, y agradeció la sabiduría dada por Nantai hacía ya tantas y tantas lunas atrás, y que les servía ahora para escapar un poco al oprobio de la Reservación.

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viernes, 8 de agosto de 2008

Apertura del Portal de Orion.


Debido a la publicacion de "En busca de La Luz", me han llegado consultas a mi mail referente al hecho de que veían cierta "causalidad" entre lo que había publicado, y la fecha de hoy, que no lo sabía, es de particular importancia para los místicos.

En realidad, lo publicado no tuvo relación con el "Bombardeo de Luz", que según ciertas creencias, comenzará justamente hoy 8/8/8.

O tal vez si?...

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miércoles, 6 de agosto de 2008

En busca de La Luz.


Nadie sabía lo que en verdad era, y si en realidad existía. Solo se la conocía por su nombre “La Luz”. Los mayores hablaban de ella con una mezcla de temor y respeto, los místicos aseguraban que se trataba de un estado de gracia, y que el hombre había sido expulsado de ese estado al quebrantar las leyes de Dios, pero en definitiva nadie sabía bien que era.

Es que luego del Gran Holocausto donde la humanidad había sido exterminada casi por completo, los pocos que sobrevivieron, buscaron la seguridad en cavernas y grutas profundas, alejados del mundo exterior, de la luz, y de las peligrosas radiaciones que seguían destruyendo la vida del planeta.

Los siglos pasaron, algunos aseguran que fueron milenios, y la humanidad fue acostumbrándose a vivir en total oscuridad. Alimentándose de murciélagos y pequeños roedores ciegos que infestaban las cuevas, las personas comenzaron a desarrollar un extraordinario sentido del tacto, el olfato y el oído. Pasaban horas y horas acariciando y olfateando sus rostros y sus cuerpos, comunicándose, y detectando de ese modo, sus estados de ánimo.

Vivían en pequeñas comunas autosuficientes, donde todo era de todos y el trabajo, no solo era en beneficio del individuo, sino del grupo entero. Allí, las apariencias no tenían razón de ser, no existía el concepto de lo feo y lo hermoso, el sentido de lo estético había sido reemplazado por el sentido de lo práctico, en ese grupo, valía quien aportaba algo a la comunidad, no importaba pues, su apariencia física.

En esta sociedad, sin problemas y sin discriminaciones, existía sin embargo, un grupo que desafiando la tradición de sus mayores, estaba determinado a descubrir que era La Luz, y para que servía. Desoyendo pues las protestas de los místicos, que aseguraban que el hombre aún no estaba preparado para estar en presencia de Ella, organizaron una expedición a los confines de la cueva, allá, donde según las leyendas, ésta daba paso al mundo exterior, donde se decía La Luz moraba, y hacia ahí, un buen día partieron a tientas.

Fueron días, que se convirtieron en semanas y luego en meses, en que los habitantes de la caverna no supieron nada de los expedicionarios, los rumores corrían por el grupo, muchos pensaban que habían sido calcinados por la radiación que aún persistía en algunos puntos de la superficie, los más, alentados por los presagios de los místicos, creían que los pobres habían enloquecido ante la presencia inefable de La Luz.

Grande fue la conmoción cuando de las profundidades de la caverna algo comenzó a aparecer, y a cambiarlo todo. Nadie podía explicarlo, no había palabras para describir aquel portento. Ocho criaturas, avanzaban hacia la comunidad, y ésta los percibía como jamás antes lo había hecho. Muchos se dieron cuenta que por primera vez en sus vidas los órganos que los ancianos llamaban ojos, y que nunca estuvo claro para que servían, estaban enviando información de su entorno hacia su cerebro.

Grande también fue la conmoción, cuando cayeron en cuenta que las ocho criaturas eran muy parecidas en forma y tamaño a ellos mismos, pero el estupor fue aún mayor, cuando fueron reconocidos por la voz y el olfato: ¡Esas ocho criaturas no eran otros que los integrantes del grupo expedicionario que hacía algún tiempo atrás había partido en busca de La Luz!

Maravillados, los cavernícolas admiraban las teas encendidas que los expedicionarios habían traído de la superficie. Era la primera vez que veían fuego, y ni siquiera tenían una palabra para nombrarlo.

A partir de ese momento las cosas cambiaron en la caverna, los expedicionarios siguieron yendo regularmente a la superficie a buscar madera para mantener la hoguera encendida. El fuego permitía de ese modo, y por primera vez en siglos, que los habitantes se vieran unos a otros. Las caricias y las cercanías de los cuerpos ya no fueron necesarias para reconocerse entre sí.

Muchos, que antes eran aceptados por lo que eran, fueron rechazados por lo que aparentaban ser. Y otros mas, que jamás habían sido importantes para la comunidad, de pronto tomaron protagonismo, al ver los demás que eran los más hermosos del grupo.
La gente comenzó a discriminarse por el aspecto físico, generando así, rencores, celos y enemistades entre ellos.

Esa sociedad, otrora unida y sin mayores problemas, fue resquebrajándose poco a poco, y los místicos estaban convencidos que lo que los expedicionarios habían traído del exterior, estaba causando todo el mal. Así, luego de una reunión de los Notables, se decidió que los expedicionarios, que en vano, alguna vez habían partido a la superficie en busca de La Luz, deberían partir nuevamente, pero esta vez, tendrían que esforzarse en hallarla, antes de que fuese demasiado tarde para todos.

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jueves, 29 de mayo de 2008

Adelfo Margarito Torres.

La vida de Adelfo Margarito Torres no había sido fácil. Bautizado así en honor de una tía abuela que había sido generosa con su madre, desde niño había sido victima de innumerables burlas por su nombre. Y la cosa no quedaba ahí, pues también era victima del escarnio a causa de una extraña malformación de la que Adelfo era víctima. Cerca de sus sienes, a ambos lados de su frente, dos protuberancias óseas sobresalían unos cuatro o cinco centímetros de su cráneo a modo de extraños cuernos.

Motivo de risas, era también la extraña forma que tenía Adelfo de caminar, con una especie de bamboleo errático que hacia suponer que vivía en un continuo estado de embriaguez. ¡Como hubiese querido explicar que esos extraños pasos no se debían mas que al hecho de que en lugar de pies el poseía cascos!, por cierto, no diseñados para el uso de zapatos, pero esto no hubiese hecho mas que provocar la hilaridad de la gente.

Sin embargo, el secreto mejor guardado, era el que más lo avergonzaba. Adelfo poseía un rabo. Efectivamente, allí, donde a la mayoría de nosotros se le termina la columna vertebral, a él le continuaba fuera del cuerpo, por unos cincuenta centímetros y cubierta de un espeso vello de color negro oscuro. Por ello fue que no concurrió jamás a ningún sitio dónde no fuera necesario el uso de sus holgados pantalones largos. Playas, gimnasios o clubes deportivos, no conocieron nunca la presencia de Adelfo.

Por todo esto era que la vida social de Adelfo era casi nula, jamás tuvo lo que llamaríamos verdaderos amigos, solo conocidos efímeros, que hizo en su pasaje por el colegio y el liceo cuando joven. Con más de treinta años, aun vivía con su madre, que lo sobreprotegía de la maldad del mundo exterior. No trabajaba, y era extraño que saliera solo a la calle, lo que impedía además, que conociera a chicas con las cuales pudiera tener algún tipo de relación.

Por eso, la vida de nuestro amigo cambió considerablemente cuando cierta noche, navegando por Internet, descubrió un sitio que de inmediato le llamó la atención. Era un foro de discusión, donde la gente se comunicaba a través del ciber espacio, discutiendo sobre política, fútbol, y hasta flirteando entre ellos. De inmediato vio la oportunidad. A nadie de los que veía participar en el foro conocía, ninguno de ellos lo conocía a él, por fin podría ser normal a los ojos de los demás, al fin, gracias al anonimato, podría llevar una conversación normal sin percatarse de que su interlocutor reprimía una risa al mirar de soslayo su frente.

La falta de interacción y discusión con la gente, no significaba que estuviera desinformado sobre los aconteceres mundanos, todo lo contrario. Era un ávido lector de diarios, libros y revistas, además de que solo por causas de fuerza mayor, se prohibía de ver los noticieros nacionales, y también extranjeros a los que accedía gracias a la televisión por cable y la Internet.

Y fue gracias a sus conocimientos de política nacional y mundial, que Adelfo poco a poco fue integrándose a las discusiones del foro. Primero tímidamente, luego, gracias a la confianza que iba tomando en si mismo, con una fuerza y convicción que llevó a que muchos de los foristas comenzaran a tomarlo como referente en discusiones de política.
Gustaba de pasar horas y horas discutiendo sobre las diversas teorías económicas, y su impacto sobre las políticas de las naciones. En particular le gustaba debatir con Maria78, por la cual sentía un afecto especial, ya que fue de las primeras personas en darle la bienvenida al foro. Con ella intercambiaba mucho también sobre música y poesía, ya que habían descubierto una pasión en común: el gusto por la música clásica y los poemas de amor.

Fue en una fría noche de junio, en medio de una conversación sobre Gioconda Belli, que estaba sosteniendo con una forista, que vio en la parte superior de la pantalla de su PC un sobrecito rojo que titilaba. Nunca antes había recibido un mensaje privado, jamás tampoco había enviado uno, así que le llamo la atención el hecho.

“Hola Adelfo, como estas, soy yo María” así fue como comenzó todo. Era la primera vez que una mujer se interesaba en él, era la primera vez también que alguien no se burlaba de su nombre, (cuando se había registrado en el foro, lo había hecho con su nombre verdadero), “total, jamás conoceré a nadie personalmente”, pensó.

A medida que pasaba el tiempo, la atención de los dos foristas dejó de centrarse en las discusiones públicas, para pasar a un ámbito más personal, el de los privados. Adelfo se sentía halagado al acaparar la atención de una muchacha tan inteligente y dulce. María por su parte, estaba deslumbrada con la cultura y el romanticismo que Adelfo mostraba en sus mensajes.

A los dos meses aproximadamente de haber iniciado ese contacto privado, María creyó oportuno el encontrarse en un lugar público, para conocerse mejor y profundizar esa amistad que se estaba transformando, poco a poco, y en ambos, en un incipiente amor, tierno y puro. Luego de mucho titubear, Adelfo, que ansiaba conocer a María, pero que al mismo tiempo, temía la reacción que ésta pudiera tener al verlo, decidió contarle sus secretos. Bueno no todos sus secretos, solo uno, el mas obvio, el mas visible de todos.

Aunque no esperaba otra cosa de María, le sorprendió igualmente su respuesta cuando él le contó sobre las protuberancias en su frente. “No me importa tu aspecto físico”, dijo ella, “me importa tu belleza y tu riqueza interior”.

Por suerte, esa tarde de agosto, estaba particularmente fría, por lo que el uso de un sombrero, para ocultar sus cuernos de la vista curiosa de los paseantes, y un sobretodo, con el cual disimulaba la protuberancia que producía su rabo, pasaban desapercibidos en la ventosa Plaza Libertad, donde esperaba impaciente a María.

El corazón casi le salta del pecho, cuando hacia él, vio venir una preciosa mujercita envuelta en un grueso abrigo marrón claro, con una graciosa boina multicolor que casi le llegaba hasta los ojos.

“Te invitaría a una confitería a tomar algo, pero temo quitarme el sombrero y que se rían de mi”, dijo él, mientras que al tiempo que se quitaba discretamente el sombrero, para mostrarle su frente a ella, sentía como le ardía la cara por la vergüenza. “No te preocupes tontito, caminemos, entonces”, le contestó María, a la vez que lo tomaba del brazo y comenzaban a caminar muy lentamente hacia la Plaza Independencia.

A medida que caminaban por la avenida, María se iba sintiendo cada vez mas atraída por ese ser, tan diferente a ella, pero tan bueno en su esencia. Adelfo, a su vez, se sentía tan cómodo con su presencia, que casi naturalmente, fue desgranando de a poco, pero sin tapujos detalles de su atormentada vida.

Al llegar a la plaza, ambos quedaron inmóviles, en silencio en medio de los remolinos de tierra y hojas secas que se formaban por el frío viento sur que soplaba cada vez con más fuerza. Adelfo jamás había besado a una mujer, y se sorprendió al verse a si mismo como un besador experto mientras probaba los labios de María. Incluso mas sorprendido quedó al sentir como ella le exploraba la boca son su lengua.

Ya no sentían el frío de la tarde, que corría a la gente de las calles. Ellos seguían allí, comiéndose a besos y excitándose cada vez más. “Me gustás y te quiero mucho”, dijo él tímidamente, “y me encantaría hacer el amor contigo, pero…”. Ella vió que una sombra le cubría la mirada, e intuyó de inmediato que sus secretos pasaban por algo más que un par de cuernos.

“Mi amor, somos muy diferentes vos y yo, pero te acepto tal y como sos, así que si vos me aceptas a mi, me encantaría hacer el amor contigo” dijo ella en una mezcla de ansiedad y vergüenza.

En un mismo día, Adelfo vivía lo que no había vivido en mas de treinta años. Por primera vez tenía una cita, por primera vez besaba y por primera vez estaba en la habitación de un hotel, dispuesto a desnudarse frente a una mujer que lo aceptaba tal como era.
María advirtió, que él dudaba en quitarse la primer prenda, “no temas”, le dijo tiernamente, “ambos somos muy diferentes, pero aquí solo el amor importa”.

Y como para que el tomara coraje, en un movimiento exquisito, ella se fue quitando de a poco la boina de su cabeza, dejando al descubierto una melenita rubia y bien marcada. También, fue dejando al descubierto un extraño apéndice que en medio de la frente, la transformaba en una especie de unicornio humano.

Ya desnudos por completo, excitadísimos y enamoradísimos se fundieron en el juego previo, ella, acariciando dulcemente su cola erguida y peluda, él, besando dulcemente sus ubres, mientras cascos y pezuñas se rozaban tiernamente bajo las sábanas, buscando matar el frío de esa mágica e invernal tarde de agosto.

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viernes, 16 de mayo de 2008

Mi obra.


No soy impaciente, para mí el tiempo no cuenta, y por ello, fue que hice las cosas lentamente, para que salieran bien. Primero, creé la nada, y creí que con ello me alcanzaría, pero note que la nada era vacía, oscura, aburrida y sin gracia.

Así que con un poquito más de esfuerzo, no mucho, lo admito, se me dio por crear en algunos milisegundos el Universo. Eso fue hace bastante tiempo atrás, recuerdo, que para impresionarme a mi mismo, por otra parte, ¿a quien mas podría impresionar?, se me dio por crear todo a través de una explosión bastante teatral y rimbombante, Big Bang la llaman ahora los científicos.

Si, lo admito, a mi mismo me sorprendió el resultado, ya que ni yo sabía en realidad lo que quería cuando comencé con todo esto. Me sentía como esos artistas que comienzan a garabatear los primeros acordes en el pentagrama, sin sospechar siquiera como será la obra terminada. De un puñado de pura energía, esencia de mi propio ser, ahora estaban apareciendo cosas nuevas e inesperadas.

Eón a eón, mi sorpresa crecía, y crecía mi amor hacía lo que había creado. Me sorprendía el ver como naturalmente, no solo iba apareciendo el material primigenio de lo que constituiría todo, sino, y más importante aún, también las leyes que lo gobernarían.

Esas leyes fueron, por ejemplo, las que apretujaron a las primeras nubes gaseosas para formar al cabo de milenios a las estrellas. Estrellas que reproducían en la inmensidad fría del espacio algo que me era muy propio: la luz. Al principio sólo yo era luminoso, solamente yo tenía la capacidad de destruir las tinieblas, y resulta que ahora, era mi obra la que comenzaba a brillar con luz propia.

Luego de algunos millones de años, perdón, se dieron cuenta de que yo, un ser sin principio ni fin, estoy hablando de tiempo?, es que esa fue parte de mi obra también, la creación de algo que marcara la duración de lo finito. Bueno prosigo, al cabo de algunos millones de años, girando alrededor de infinitas estrellas, comenzaron a aparecer infinitos planetas, lunas y meteoros.

Y fue en alguno de esos planetas, en que un milagro se fue dando. La materia inerte comenzó un buen día a transformarse, restos de lo que en algún momento fueron estrellas moribundas, comenzaron a combinarse de tal forma, que algo nuevo apareció en el Universo. Trozos pequeñísimos de carbono, metano u oxígeno se combinaron para transformarse en elementos vivos.

Y ya nada fue igual, porque nada, ni las puestas de soles de extraños brillos en los planetas de sistemas estelares múltiples, ni los colores de las más hermosas nebulosas que viajan por el espacio, pudieron ya compararse, a la belleza de la vida. Pétalos de rosas, alas de mariposas o dinosaurios, no podrían jamás compararse ni al más hermoso de los diamantes.

No crean que la aparición de la vida fue por mi premeditada. Nada mas lejos de la verdad, simplemente se fue dando. Mi obra, en cierto modo, me fue imitando, se transformó ella misma en creadora, y lentamente fue dándole existencia a lo hasta ese momento inexistente, del mismo modo que yo lo había hecho, quince o veinte mil millones de años antes, ya ni me acuerdo exactamente cuando, con ella misma.

Pero si la aparición de la vida fue algo extraordinario, lo realmente maravilloso, y para mi desconcertante, aún estaba por venir. En puntos diferentes del Universo, en innumerables puntos diferentes, seres de apariencias muy distintas por cierto, comenzaron a tener conciencia de si mismos. Una conciencia rústica al principio, simplemente se reconocían como individuos al verse reflejados en el charco donde se agachaban a saciar su sed.

Pero esa conciencia fue avanzando, creciendo, y al igual que millones de años antes, como las estrellas con la luz, comenzaron a mostrar características que me eran muy propias. Sentimientos, nobles sentimientos como el amor, o la solidaridad, pero también, otros sentimientos, que me eran desconocidos hasta entonces, innobles, como la maldad y el odio. Claro, no eran dioses, eran simples mortales, y como tales imperfectos.

Esa misma imperfección, creo yo, los lleva a ser tan pedantes, que creen haber sido creados a mi imagen y semejanza, ¿no piensan acaso que sería imposible que yo me pareciese a las innumerables razas de seres concientes que existen?. En todo el Cosmos sucede lo mismo. Ni bien un individuo comienza a desarrollar su conciencia, se cree el centro del Universo.

Y lo peor es que al pensar que soy el responsable por su creación, se creen con el derecho a pedirme. Y piden, cosas imposibles, pero piden. ¿Cómo alguien que pone una bomba en un mercado, puede pedirme que le reserve un lugar junto a mi en el paraíso?, por cierto, ¿de que paraíso están hablando?.

¿Qué clase de ser es aquel que con una sotana, se atreve a dar “mi bendición”, a un torturador o asesino?. Cuanta barbarie cometen estos seres desgraciados en mi nombre. ¿Tan estúpido puede llegar a ser un mortal, que piensa que soy capaz de perdonar cualquier cosa?. Soy magnánimo y me mueve el amor, es cierto, pero hay actos tan aberrantes que ni yo los soporto.

Ya me imagino que el que lea esto, se preguntará el porque permito este tipo de cosas. Bueno la verdad es que me están aburriendo. Tengo un sitio, reservado, donde tengo amontonados a todos los que han muerto hasta ahora. Algo que he leído, escrito por una raza que vive en un planeta perdido, y que se hacen llamar Humanos, me ha dado una idea al respecto.

Ellos tienen un libro al que llaman Santa Biblia, y habla del Cielo y el Infierno, lugares reservados para las almas de los buenos y los malos. Creo que sería una muy buena idea, crear algo así para premiar a los justos y castigar a los indeseables.

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miércoles, 30 de abril de 2008

El hombre que se enamoraba de las flores.


Byron Fernández, caminaba por el parque, y como tantas veces antes, sintió que su corazón galopaba desbocado cuando el aroma de su amada comenzó a percibirse en el aire calmo de esa tarde apacible y solitaria de primavera.

Vestido con un sobrio traje claro, parecía un paseante de otros tiempos, con su andar cadencioso y elegante, su camisa blanquísima e impecablemente planchada, su corbata fina, no muy llamativa, y sus anteojos de finos aros metálicos.

Caminando hacia el banco, junto al rosal, pensaba en la manera de declarar su amor. En el bolsillo del traje junto a su pecho, guardaba el presente con que intentaría ganar la atención de quién había conquistado su corazón.

Una vez sentado en el banco solitario, abrió con suavidad extrema una pequeña cajita de color escarlata. Dentro, un fino anillo de oro blanco, brillaba con el sol mortecino de la tarde. Byron sacó la joya de su estuche, y la coloco como en una ofrenda en una de las tantas ramitas de su amada.

El amante caballero, estuvo un buen rato, sentado allí, embelesado, contemplando la belleza frágil y suave de la rosa, a la vez que se dejaba invadir por el aroma dulce y penetrante con que ella le obsequiaba.

Por un instante, decidió abandonar la prudencia, y presa de un impulso irrefrenable, no se contuvo, estiró su mano derecha, y con un gesto calculado pero muy tierno, acarició con el revés de su mano la blanca piel de su amada.

La rosa, al sentir el contacto, se deshizo al instante, dejando caer sus pétalos en la oscura tierra. Byron, desesperado vio como su osada imprudencia destruía en un instante, y para siempre la belleza pura y delicada de su amada.

La noche caía pesadamente sobre el parque, los senderos, árboles, y el alma de Byron, se cubrían ahora con el manto oscuro de la noche. El amante estuvo por un rato pensante, los ojos se llenaron entonces de amarga desilusión, en el fondo, sabía, que la rosa no era para él. Byron tomó el anillo nuevamente, lo guardó en su cajita y pensó, que con la azucena quizás tendría más suerte.

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martes, 29 de abril de 2008

29 de Abril.

La vida pasa en sucesión de años, días e instantes, las huellas y marcas que el tiempo va dejando en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, son heridas o galardones que demuestran al mundo como ha sido el transcurrir de los años por nuestras vidas.

Bienes que vamos ganando o perdiendo en esta caminata diaria y constante nos van convirtiendo poco a poco en personas ricas o pobres. Ganamos a veces, otras perdemos, como debe ser, como es lógico que así sea. Porque lo que ganamos sin pérdidas no son ganancias verdaderas.

Pero entendámonos bien, cuando hablo de bienes, no me refiero a los bienes materiales, necesarios, si, pero inútiles si uno no tiene con quien compartirlos. La vida me ha enseñado que los verdaderos bienes, los importantes, los imprescindibles, son los que tienen la capacidad de vivir en el corazón, los que fortalecen nuestras almas y nos dan una razón para vivir.

Afectos, amores, amistades, que llegan y se van de nuestras vidas, pero que siempre nos dejan algo, gente que nos recuerda, que nos quiere, que nos ama, que nos odia, gente, hijos, mujer, amigos, enemigos. Gente que convive con nosotros, o ha convivido, y que ha aportado a nuestro bagaje de experiencias sus cosas buenas, o malas también.

Un año más de todo eso, un año más de guardar en mi corazón, las riquezas que los demás me aportan. Un año más de ver que la vida, cuando se rodea de sentimientos, vale la pena vivirla.

Un año más en que le doy las gracias de corazón, a todos los que me han saludado en mi día.

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jueves, 3 de abril de 2008

Denisse.

No hace mucho, en un mediodía sabatino, recorría una feria, acompañando a mi mujer, chocando con decenas de personas y parando en cuanto puesto de ropa se acomodaba por ahí. Buzos, camperones, polleras, pantalones, e infinidad de prendas que mi mujer inspeccionaba, detenidamente, puesto a puesto, hasta que llegamos a uno con un montón de prendas de lana, de esas que pienso, jamás utilizar, y que sin embargo en el fondo, se que me abrigarán en invierno.

-Juan, sos vos?-, escuché a alguien preguntar. Al levantar la mirada para ver de donde provenía la voz que me sonó conocida, vi que unos ojos de un azul profundísimo y conocidos me miraban desde la otra punta del improvisado mostrador. Denisse, aquella misma Denisse que más de treinta años antes, había sido una parte importante de mi vida, estaba allí, parada junto al montón de ropa apilada.

El tiempo había pasado por ella, como por todos, intentando deslucir un tanto la belleza fresca de la adolescencia. Su cabello rubio ya no era tan rubio, su cara mostraba el inequívoco paso de los años, y sus manos, no eran las mismas que se asían a las mías buscando un poco de calor, cuando cada tanto, en los inviernos montevideanos la pasaba a buscar a la salida del colegio.

Pero su espíritu era el mismo, no había cambiado en lo más mínimo, sus ojos seguían sorprendiéndose ante cada pedazo de vida, su sonrisa seguía iluminando a quienes la rodeaban. Allí estaba, en un cuerpo diferente, pero con la misma esencia. Denisse, mi amiga, confidente de mi juventud, la que quise profundamente.

No recuerdo exactamente como la conocí, tengo la vaga idea que era amiga de una amiga. Era de ese tipo de personas que no caen bien de entrada, por diferentes, por vivir vidas distintas a las nuestras. Hija de europeos, había quedado a cargo de unos tíos que vivían en Uruguay luego del divorcio de sus padres. Delgada, muy rubia y de unos ojos increíblemente azules, tenía una belleza extraña, yo diría que clásica.

Educada durante casi toda su vida en internados de monjas, su visión del mundo era al momento de conocerla, radicalmente opuesta a la que yo tenía, mojigata, demasiado prejuiciosa, y con una autosuficiencia que me exasperaba, tanto, que dudé realmente que alguna vez pudiera llegar a apreciarla.

El tiempo pasó, y como a veces sucede, el mismo tiempo se encargó de cambiar, poco a poco, la opinión que de ella tenía. La rubiecita autosuficiente y pedante, fue transformándose, a medida que abría su corazón, en un ser humano solitario y sumamente inseguro, pero dulce y confiable. Hija de un padre siempre ausente por sus negocios, y de una madre que la relegaba a un segundo plano, Denisse intentó desde niña, como una defensa quizás, forjarse una personalidad distante y huraña.

Que diferente era a las personas que conocía, que diferente a mí que era. Y sin embargo, poco a poco, comencé a darme cuenta que tras la máscara fría, la mujercita insegura, tierna y dulce, luchaba por surgir.

Las palabras, venían hacia mí, y yo, miraba hacia el piso, tratando de amalgamar esa voz conocida a las vivencias de treinta años antes, y así, los recuerdos comenzaron a llegar, en tropel hacia mi mente. Recuerdos de chocolates y masas en el departamento de sus tíos en Pocitos, o de noches de invierno, arropados en el sillón de su casa del Prado, que compartía con otra tía vieja, escuchando música, tomados de la mano, con su cabellera rubia cayendo sobre mis hombros.

Como no recordar, que muchos pensaban que éramos novios, cuando nos veían caminar de la mano por la calle?, o cuando en señal de aprobación a cualquier pavada que yo dijese, sos ojazos asentían sin hablar, acompañados de una tierna caricia?
Y sin embargo, éramos solamente amigos, quizás, demasiado pendientes de nuestra amistad, el uno, del otro, como para traspasar ciertos límites que a veces eran demasiado sutiles, inexistentes casi.

Al levantar la mirada, mis ojos se cruzaron con la mirada inquisidora de mi esposa, y, a sabiendas de lo que me esperaba más tarde, igualmente besé la mejilla de Denisse, le dije que estaba igual que siempre, apreté la mano de quien me fue presentado como su pareja, y la ví desaparecer entre el gentío de la feria.

Caminando hacia el auto, los reproches de mi señora no cesaban, y yo, callado, pensaba en como explicarle que mi vida, esa vida mía de hace mas de treinta años, estuvo profundamente ligada a esa rubiecita pedante y autosuficiente, que se convirtió casi sin quererlo, en una de las personas que más quise en mi adolescencia.

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martes, 11 de marzo de 2008

Manos unidas.


No hace mucho, caminaba bajo el cielo encapotado, amenazante y gris por una calle tranquila de Montevideo, en esas tardes, en que luego de una jornada estresante, una caminata con la única compañía de uno mismo por un sitio con pocos visitantes, viene de maravillas.

Una llovizna demasiado fina como para correr a los caminantes de las veredas, me refrescaba la cara, y la única preocupación para mí en ese momento era el sortear las veredas flojas, que aprisionando pequeños charcos de agua bajo ellas, eran un riesgo potencial a mis pantalones claros.

Levanté un segundo la mirada del suelo, y ví que en sentido contrario, una señora caminaba hacia mí de la mano de una adolescente, que por la edad y las circunstancias, estimé que sería su hija. Y no pude menos que desentenderme de las baldosas flojas, y mirarla un instante y sentir un sentimiento enorme de ternura.

La jovencita, con evidentes signos de algún retraso mental, se dejaba guiar por quien para ella debería de representar todo en el mundo, su seguridad, su confianza, su alegría. Al verlas se notaba como el amor entre ellas atravesaba las barreras, destruía las diferencias.

Que especial y mágico fue para mi ese momento, la visión de una mano guiando a otra, apoyándola, ayudándola a vivir. La experiencia de la mamá, guiando la inocencia suprema de la hija diferente. Muchas son las manifestaciones del amor, de variadas formas se nos muestra, ésta debe de ser de las más puras y tiernas que he visto en mucho tiempo.

Esa tarde, la llovizna se convirtió en lluvia y yo, camino a casa pensaba en escribir estas líneas agradeciéndole a la vida por las manos, que pese a las circunstancias adversas siempre permanecerán unidas.

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jueves, 6 de marzo de 2008

Felicidad fugaz.


Felicidad fugaz
Como un lirio
Como un beso robado

Felicidad fugaz
Como una mariposa
Felicidad fugaz
Como agua que escapa entre mis dedos

Y sin embargo felicidad tan intensa
Tan fuerte
Tan real, tan plena
Felicidad única, hermosa, infalible

Como la alegría
Como el amor, como la vida

Felicidad fugaz
Pero a su vez eterna,
Por haber sido
compartida contigo.

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lunes, 25 de febrero de 2008

No juzguéis...


No juzguéis, y no seréis juzgados.

Una frase por demás importante que Jesús promulgó a sus discípulos. Importante pues a mi entender, aquí no hacía referencia al hecho de juzgar crímenes o faltas graves, sino, a esos juicios que emitimos diariamente, negligentemente a veces, ante hechos, actitudes o acciones tomadas por los que nos rodean.

Al juzgar, estamos valorando en base a nuestras vivencias, nuestros prejuicios, y nuestros propios puntos de vista, sin considerar los problemas o circunstancias en las cuales estaba inmersa la otra persona al momento de tomar sus decisiones.

Está claro que no somos dioses, y que es bastante difícil el llegar a conocernos plenamente a nosotros mismos, así pues, con que derecho somos capaces de poner en la balanza las decisiones tomadas por otro, cuando ni siquiera podemos saber como reaccionaríamos nosotros mismos bajo presión?. No sería mejor acaso, el tratar de comprender?, de evitar la dureza en nuestras apreciaciones?

Pienso, en las veces que agobiado por problemas personales, he tomado caminos que muchos han considerado errados. Pienso en las amistades, relaciones, o forma de enfrentar las situaciones difíciles, que han provocado algún tipo de juicio malicioso por parte de terceros. Y me pregunto, como un espectador lejano, ha sido capaz de juzgarme, sin estar dentro de mi piel, no viviendo lo que yo he vivido?.

En mi humilde opinión, juzgar es fácil, pero injusto y hasta peligroso, provoca angustia en la persona juzgada, y rebaja al que juzga. Todos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos equivocado, somos humanos, no somos infalibles, y esto nos demuestra que no estamos capacitados para ser jueces de nadie.

La vida es demasiado corta y valiosa como para gastarla en actitudes que solo provocan amarguras en quienes nos rodean, solo comprendiendo, seremos comprendidos.

No juzguéis, y no seréis juzgados.

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miércoles, 20 de febrero de 2008

El reto.


Las calles polvorientas del pueblo se adormecían bajo el sol de la tarde. Como tantas veces antes, los tres amigos, con menos perezas que sus mayores, dejaban las siestas de lado para reunirse, buscando en juegos, desafiarse mutuamente.

Es que el aburrimiento de las tardes pueblerinas, era grande para quienes iban entrando en esa edad, donde los estirones del cuerpo permiten ver que el horizonte es más amplio de lo que uno pensaba.

Como un desafío, el tanque de agua, eterno e inmenso, retaba a los tres amigos. De unos veinte metros de altura, dormitaba pesadamente en las afueras del pueblo, sobre una elevación del terreno, y su sola vista ya era intimidante.

Sabiendo del terror que Luis sentía por las alturas, Mario y Daniel azuzaban, cada tanto, a su amigo, gritando a coro – el que no sube es un gallina – mientras trepaban rápidamente por la pequeñísima escalera metálica que recorría al monstruo por uno de sus costados, mientras Luis los miraba frustrado desde la seguridad que le brindaba el suelo.

Una tarde, sin embargo, Luis estuvo dispuesto a vencer a sus demonios y aceptar el reto, ese día sería recordado por todos, le demostraría a sus amigos que el no era un gallina.

El corazón galopaba en el pecho de Luis a la vez que miraba a la cima de la enorme estructura, mientras las palabras burlonas de sus amigos, retumbaban como un bombo en su cabeza. Sabía que si no vencía su vértigo, quedaría para siempre como un cobarde frente a ellos.

Las temblorosas manos de Luis, empapadas de transpiración, se aferraron con fuerza a los peldaños redondos de hierro, aun no subía, y ya una sensación sumamente desagradable le ganaba el cuerpo. Sus pies, aunque pisando tierra firme, sentían un extraño cosquilleo que comenzaba en sus plantas y que poco a poco se extendía por las piernas hasta llegar a su garganta.

Aterrado, giró su cabeza y miró por última vez el suelo, luego, alzó su vista y vio como en lo alto, allá muy lejos, sus amigos ya casi en el techo, miraban hacia abajo y con gestos burlones se reían de su vértigo. Los pies, ahora pesaban toneladas, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder levantarlos y apoyar el primero sobre el primer escalón.

Comenzó a trepar lentamente la escalerilla oxidada, mientras por su espalda un hilo de sudor helado lo recorría sin piedad, empapando el buzo que llevaba puesto.

No supo decir cuanto había trepado ya por la escalera, cuando un terror ciego, arcano, profundo, le inmovilizó completamente el cuerpo. Suspendido a una altura que no podía precisar, sentía como sus manos, como garras, se aferraban a la vida, mientras que la gravedad luchaba en su contra.

Encima, las risas y los reclamos de sus amigos obraban de contrapeso a sus terrores. – Tengo que vencer el miedo -, pensó para sus adentros, y cerrando sus ojos, a tientas nada más, venció la parálisis y continuó subiendo.

Desde la cima, la vista del pueblo era estupenda, a lo lejos podía ver el río con su playita mansa, y mas lejos aún los cerros cercanos a la capital del departamento. Los nervios iban desapareciendo de a poco, como exorcizados por la trepada, pero, y esto era lo más importante, ya no escuchaba las burlas de sus amigos, vencidos por su determinación a ganarle al miedo.

Luis descansó unos segundos para reponerse de la subida, y luego, ignorando su terror al abismo, se acercó lo más que pudo al borde y miró curiosamente hacia abajo. Y, con el corazón palpitando por la emoción, y con un brillo extraño en sus ojos, miró a sus amigos y les lanzó su reto al tiempo que gritaba: -¡el que no salta es un gallina!-.

Por un brevísimo instante, el cuerpo de Luis, flotó en el aire, como un cuervo en vuelo, pero inmediatamente fue reclamado por la tierra que lo recibió con un ruido seco veinte metros más abajo.

Los ojos abiertos por demás, pintaban una mueca de asombro y miedo en Mario y Daniel, que veían, como allá, en el suelo, un hilo de sangre comenzaba a brotar del cráneo destrozado de su desafiante amigo.

Ambos se miraron un instante, y al grito unánime de “el que no salta es un gallina”, los amigos saltaban también, recogiendo el reto, segundos después. El ruido seco de los dos cuerpos golpeando con fuerza la tierra retumbó, entre las vigas de hormigón blanco del viejo tanque de agua.

La hora de la siesta, corrida por el frescor de la tarde, se marchaba muy lentamente, mientras, que de los cuerpos destrozados de los tres amigos la sangre que manaba, comenzaba a teñir poco a poco de escarlata la tierra.

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jueves, 14 de febrero de 2008

La balsa.


La tarde, como tantas tardes de Julio, se mojaba con la fina llovizna que más que caer, flotaba en el aire, indecisa, al no saber si era lluvia o neblina. Los cuatro, dentro del garaje de la casa de Mario, dábamos los últimos ajustes al proyecto, Tato y yo, pinzas en mano, tratábamos de ajustar los alambres, Mario y Abel, convertían un par de legítimas paletas de frontón Guastavino, en remos.

Al fin, luego de tantos esfuerzos la balsa estaba pronta, una estructura de madera, en forma de hache, encerraba un par de cámaras de rueda de automóvil, y cuatro latas de cinco litros de aceite Shell para motor, todo fuertemente, pensábamos nosotros, unido al bastidor de madera, formaban el navío.

El clima seguía feo, la llovizna no cesaba, y un vientito frío hacía que pareciéramos desquiciados, al andar de short y bermudas por las calles de Malvin, llevando con nosotros el extraño artefacto casero que tanto trabajo y orgullo nos había dado realizar.

Una obsesión, desde siempre nos unía a los cuatro amigos, nacidos y criados a pocas cuadras de la playa, desde chicos, soñábamos con conocer algún día la Isla de las Gaviotas, tan cercana, pero tan misteriosa e inaccesible para nosotros, en aquellos tiempos.

Mientras la niebla/llovizna, seguía flotando en el aire, nuestros pies dejaban huellas profundas en la arena mojada, las pocas gaviotas que estaban en la orilla, escapaban de nosotros, luchando contra el viento norte que a esa altura comenzaba a soplar cada vez más fuerte sobre la playa.

Es extraño, pero luego de tantos años, logro recordar perfectamente la sensación de humedad y frío que flotaba en el aire, más no recuerdo para nada la temperatura del agua, quizás debido a la excitación que sentíamos todos al ver nuestra obra en el mar bogando. Pues, la balsa, tal cual se esperaba, flotó, entre las olas cada vez mas grandes y espumosas que rompían contra la orilla.

Los cuatro amigos, con los improvisados remos en mano, nos subimos a la embarcación, con la loca idea de llegar a aquella isla mágica y maravillosa que parecía que a la distancia nos llamaba. Diez, quince, treinta metros alejados de la orilla, y la balsa, que creíamos indestructible, comenzó a desarmarse poco a poco.

Al principio nos reímos, luego, la impaciencia por intentar llegar a la orilla comenzó a ganar nuestros espíritus, y maldita era la gracia que nos hacía el estar lejos de la playa y a punto de zozobrar. Claro, el miedo pudo más, y luchando contra la corriente y el viento norte, al final pudimos llegar exhaustos a la orilla.

Cansados, mojados, friolentos, más no vencidos, volvimos a nuestras casas, en nuestras imaginaciones, habíamos vencido. El mar, tormentoso, peligroso y oscuro, nos había permitido volver sanos y salvos a la orilla.

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lunes, 11 de febrero de 2008

Asma.


Las manos aun temblorosas del novísimo invierno iban quitando las pocas hojas que al otoño se le habían quedado olvidadas en los árboles de mi barrio, en ese cambio de estación, que si bien no es demasiado perceptible para algunos, para otros, como en mi caso, se hacían sentir con fuerza.

Es que, con una precisión pautada por algún extraño calendario interno, era en esa época del año, precisa, y ya conocida por mí, que las crisis de asma se agudizaban, quitándome del cuerpo las energías necesarias para cumplir con mis deberes de niño, o sea, jugar al fútbol en la calle, pedalear en la Lygie de media carrera, o ir a la escuela.

Mi casa entonces se poblaba del aroma dulzón del eucaliptus, que flotaba en los vahos que en forma de vapor, salían incesantemente de la pequeña olla que sobre la estufa James a querosén, mi madre colocaba en medio del comedor, bien temprano en la mañana, con su mezcla de agua y esencia en su afán por abrir mis pulmones cerrados.

Otro aroma que se adueñaba, sobre todo de mi dormitorio, era el del Vic Vaporub, una pomada, presentada en unas pequeñas latitas anaranjadas, y que a modo de ungüento mágico, mi mamá aplicaba con una franela caliente sobre mi pecho. Cuando las crisis eran de las fuertes, vahos o pomadas no surtían efecto alguno, por supuesto.

Era en esos casos, cuando la desesperación me ganaba, por más que intentara respirar, el aire escaseaba en mis pulmones, el pecho se me hundía bajo el peso de la enfermedad, y sentía como si un par de luchadores de sumo se pararan sobre mí. El corazón entonces se me apresuraba, tratando de compensar con sus taquicardias, el mal funcionamiento de mis bronquios, que chillaban ruidosamente a causa del vano esfuerzo al que los sometía.

Por lo general, la noche era el período en que más sufría, la tos se acrecentaba, iluminando con destellos nerviosos, mis ojos en medio de la oscuridad del dormitorio. En ocasiones, en que mi lucha por respirar parecía condenada al fracaso, pedía desesperadamente la intravenosa de aminofilina, que el médico, llamado de urgencia, solía aplicarme, muy lentamente, y que yo disfrutaba, al sentirla penetrar en mis venas, como un morfinómano disfrutaría de su dosis de droga.

Al llegar la mañana, mi cuerpo exhausto por la lucha, era incapaz de moverse por el cansancio, y era en ese tiempo, en que realmente podía dormir sin pausas algunas horas, dándole tregua a mi organismo para que se recuperase sus fuerzas perdidas durante la batalla nocturna. Y para darle una tregua a mi madre también, que, cansada pero incondicional, a mi lado apoyaba su mano en mi frente, intentando de algún modo adivinar como pasaría la próxima noche.

Los años pasaron, y le darían la razón al viejo doctor, que siempre aseguró que me sanaría solo al llegar a la pubertad, y si bien, aunque la desaparición no fue inmediata, poco a poco, a partir de mi adolescencia, las crisis fueron cada vez menos frecuentes, los ataques imperceptibles, y las toses casi inexistentes, sacándonos un peso de encima a mis bronquios y a mi madre también.

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miércoles, 16 de enero de 2008

Persecuta.


Al llegar a 18 y Paraguay, Julio miró nerviosamente hacia atrás, venia caminando desde Ejido con la convicción de que alguien venia tras sus pasos. Al girar la cabeza, vio como un desconocido, de traje y lentes negros, se metía en una galería comercial.
Julio desando sus pasos, y se metió el también en la galería, tratando de descubrir quien era su perseguidor, y sobre todo, cual era el propósito que tenia.

- Es muy astuto -, pensó, alguien con la capacidad de seguir a una persona, y desaparecer en un instante debe de ser un profesional. Preocupado, Julio salio de la galería y comenzó a caminar, esta vez mas rápidamente, por Paraguay hacia Mercedes. Al llegar a Colonia, la luz roja del semáforo, lo detuvo unos segundos, tiempo suficientemente largo, como para notar que alguien tras el también detenía sus pasos.

El miedo lo paralizó, e hizo que evitase mirar hacia atrás, cruzó velozmente la calle, y se metió en un club deportivo que allí existe, tratando de escabullirse de su perseguidor.
El hall del club estaba casi vacío, solo un par de niños con mochilas y ropa deportiva salían de alguna clase de gimnasia, o algo así. Julio se sentó en un banco jadeante, y esperó.

Tras una puerta de vidrios esmerilados, tal vez alguna oficina pensó, vio la figura de dos hombres que hablaban, casi en secreto según pudo constatar. Esto lo intrigó, así que sigilosamente fue acercándose a la puerta. Los hombres dentro seguían hablando, pero esta vez él podía escuchar lo que decían. Un frío atravesó su cuerpo, al sentir que uno de los misteriosos personajes, decía su nombre, casi en un susurro.

Por el enorme atrio, un guardia de seguridad se acercaba velozmente hacia donde él se encontraba, así que no dudó, aprovechó la poca agilidad del guardia, ya entrado en quilos y años, y escapo a toda velocidad de aquel edificio.

Ya no lo dudaba, y tal como lo acababa de comprobar, en ningún sitio se encontraba a salvo. La noche anterior, se había visto obligado a escapar de sus perseguidores por los fondos de su casa. Ya ni en su familia podía confiar.

Una fría llovizna comenzó a caer sobre Montevideo, el pavimento se volvió resbaladizo, y el olor a tierra mojada llegó a sus narinas, trayendo recuerdos de su niñez en Durazno, jugando en el campito, detrás de su casa, con las ranas que se aparecían luego de las lluvias.

Quiso saber donde se encontraba, y reconoció la vieja estación Central, desde la cual tantas veces había, llegado y partido con sus padres hacia y desde Durazno. Hacía muchas horas que no dormía, por ello se acurrucó en un rincón sucio con olor a orín rancio, en la abandonada estación, y al poco tiempo, ya estaba dormido.

Julio despertó sobresaltado, justo en el momento que veía tras las grandes estatuas que están a la entrada de la estación, moverse unas figuras amenazadoras. – Me descubrieron -, pensó, sus ojos sobresaltados buscaron tras las columnas, pero no había nadie allí, sus perseguidores habían desaparecido nuevamente, quizás dentro de la camioneta negra estacionada en la vereda de enfrente.

Estaba anocheciendo, y Julio no tenía donde ir, estaba cansado, y con frío. Se miró los pies, y cayo en la cuenta de que estaba descalzo. Alguien le había robado los zapatos mientras dormía, pensó. Las luces de mercurio comenzaban a encenderse en las calles, y él busco algún rincón oscuro donde pasar la noche y que no lo descubrieran.

El sitio era oscuro y maloliente, pero se sentía seguro allí, por eso se acomodo como pudo sobre el piso y quiso dormir. Una voz lo inquietó, alguien lo llamaba desde la oscuridad, seguro, alguno de sus perseguidores. De un salto se levantó de su precaria cama y comenzó a correr por Galicia, hacia la Aduana.

Dentro de su desesperación, se dio cuenta de que no podría pasarse toda la vida así, huyendo constantemente, con el temor siempre presente de que lo capturasen. Pensaba esto mientras huía, por la rambla portuaria rumbo al este.

La rambla estaba desierta, Julio camino un rato y vio a alguien, abajo en las rocas, que lo llamaba, se acercó al murallón y al mirar hacia abajo, reconoció a un antiguo amigo, que tal como el, hacía tiempo venía huyendo. Su amigo acercó una escalera al murallón, y Julio se dispuso a bajar por ella. Al fin se sentía a salvo.

Rosa entró con pasos vacilantes a la morgue, sobre una camilla destartalada, una sabana con manchas de sangre cubrían un cuerpo. El llanto explotó en la habitación fría.
- Lo siento mucho señora, cayó desde el muro a las rocas, pensamos que estaba muy drogado – alguien le dijo a Rosa.

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viernes, 11 de enero de 2008

Aunque usted no lo crea.

Gonzalo estaba tan contento que no pude menos que preguntarle la causa de su alegria.
-Logre que mi Blog (El Blog de Gonzalo Piano) hable-, me dijo.
Lo mire raro, pense que la abstinencia nicotinica lo habia empujado a probar otras sustancias con propiedades alucinogenas y lo deje con su alegria.

Pero mi curiosidad pudo mas, asi que, desestimando mis presunciones sobre la posible causa de sus desvarios, accedi a que me hiciera una desmostracion de su Blog parlante.
-Ohhh- dije yo quedandome de boca abierta, -tenes razon, tu Blog habla-.

Demas esta decir que lo primero que hice fue robarle el truco, truco que esta disponible ahora en El Altillo, y que posibilitara a quien no tenga los lentes de aumento puestos en ese momento, igualmente pueda leerme, bueno en realidad pueda escucharme (no a mi, a alguien que no conozco que dono su voz para que esto funcionara).

Asi que de ahora en mas, podran clickear sobre el iconito que dice ESCUCHAR POST (sobre la flechita) y podran cerrar los ojos (prometanme no dormirse), y escuchar los relatos.

Gracias Gonza!!

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