lunes, 11 de agosto de 2008

Zitkala.


El joven y valiente Zitkala, tal como lo había prometido a su padre, iniciaba su peregrinación al santuario de la Montaña Sagrada, dónde hacía ya mucho tiempo, el sabio y viejo Nantai se había retirado, a meditar y a esperar la muerte.

El santuario parecía eterno, barrido por el frío viento del este, que soplaba con crueldad sobre las laderas desnudas de la Montaña Sagrada. Nantai, el Maestro, esperaba allí con paciencia el encuentro con sus ancestros. Sentado sobre una roca contemplaba ahora con cariño al joven Zitkala que había acudido a él en busca de sabiduría. El joven era fuerte y valiente, y el Maestro lo intuía, sería algún día, la memoria de su gente.

¿Es que acaso algún día seré útil a mi pueblo? Preguntó el joven al Maestro, Nantai, poniéndose de pie, le pidió a Zitkala que describiera lo que veía, allá, muy abajo en el valle. “El valle no ha cambiado Maestro, sigue igual que cuando vivías en él, ¿para que describírtelo entonces?”

“No te pido que me lo describas, pido que te lo describas a ti mismo, para que en tu corazón lo atesores por siempre” respondió pausadamente Nantai. “Es que no entiendo Maestro, ¿Por qué tendría que describirme algo que todos los días veo, y que no ha cambiado en cientos y cientos de lunas?” le preguntó Zitkala. El Maestro miró al joven con un dejo de tristeza, y contestándole casi en un susurro le dijo: “No le damos la importancia que se merece a lo cotidiano, a lo que es común en nuestras vidas, lo que en años no ha cambiado, lo creemos eterno, creemos que la libertad es para siempre, y que la tierra es incapaz de ser herida”.

El sol lentamente iba escondiéndose tras la Montaña Sagrada, un poco más abajo, los últimos pájaros escapaban de la noche, buscando rápidamente sus nidos. Nantai quedó entonces silencioso e inmóvil, mirando en el lejano valle que se adormecía, las manadas de búfalos pacer pacíficamente las verdes y tiernas pasturas de la primavera, y a los arroyos que comenzaban a hincharse con el agua fresca y limpia proveniente de los primeros deshielos...

Los ojos del anciano Zitkala se iluminaron cuando junto a la fogata, los pequeños pidieron que contara historias de su niñez. Abriendo su corazón entonces, hizo que los niños corrieran libres por el valle, asustando a los conejos y divisando a lo lejos las grandes manadas de búfalos, sustento de su pueblo, los niños, con los pies mojados atravesaban los riachos cada vez más profundos y rápidos, mientras oían a lo lejos el galope de los caballos de los cazadores que retornaban felices a la aldea.

El anciano Zitkala, vió en los ojos asombrados de esos niños la misma libertad que él había visto y gozado cuando joven, y agradeció la sabiduría dada por Nantai hacía ya tantas y tantas lunas atrás, y que les servía ahora para escapar un poco al oprobio de la Reservación.

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