viernes, 5 de febrero de 2010

Nubes.


Las nubes en lo alto se dejaban arrastrar por la brisa primaveral del oeste, moviéndose como medusas llevadas por las suaves corrientes de la costa. -Mirá, mirá, allá va una con forma de elefante- me dijo Betty señalando a la más corpulenta del grupo.

La tardecita iba llegando a su fin, las bandadas de pájaros allá lejos volaban como las nubes, sin darse cuenta de la sana envidia que nos provocaban esos seres sin fronteras ni horarios ni historias, y con la mágica capacidad de volar con sus propias alas.

-Algún día aprenderé a volar como esas nubes, ¿sabés?-, la voz de Betty sonaba con la convicción de las cosas posibles. La miré con ternura, al tiempo que me señalaba una nube que se trasmutaba ante nuestros ojos: era una cigüeña cuando comenzamos a prestar atención a ella, y ahora parecía una jirafa con su cuello estirado, tratando quizás de llegar a las hojas más tiernas de alguna imaginaria acacia…

La quietud y soledad del parque de siempre me invitaba a tirarme sobre el césped descuidado, lleno de flechillas crecidas y en el cual pequeñitas langostas verdes saltaban de un lado al otro. Cuantas veces había sido éste nuestro observatorio celeste, cuántas veces, nuestra propia y compartida fábrica de sueños.

Sentía en mi espalda los pinchazos de mil briznas de pasto que atravesaban mi camisa, y a mi lado la ausencia siempre presente de Betty. Entrecerré mis ojos debido al resplandor de la siesta y una a una comenzaron a pasar allá, entre los planetas y los pájaros volando, las blancas figuras que se trasmutaban y viajaban lentamente cual medusas en un mar tranquilo.

Los blancos copos fueron un árbol bastante desgarbado primero, luego un caballo con una gran cola y más tarde el Uruguay entero que se transformaba poco a poco en un corazón a medida que cruzaba el cielo desde el este hacia el poniente.

Una bandada de pájaros, hija tal vez, de la bandada que tanta envidia nos provocara en otra tardecita de presencias ausentes, volaba con indiferencia y naturalidad allá arriba, al tiempo que una nube con forma indefinida comenzaba a transformarse poquito a poco en la hermosa e inconfundible cara de Betty.

La brisa se volvía poco a poco en viento moderado que movía las hojas de los árboles y los recuerdos de mi cabeza, y allá arriba, Betty, la nube, se transformaba inevitablemente en blancos copos de algodón cada vez más pequeños y traslúcidos, que volvían a desaparecer en la profunda inmensidad del cielo de otoño.

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