viernes, 2 de noviembre de 2007

Viaje a Rivera.


Hacía mucho, que sabíamos que Gustavo se casaba, toda la oficina había recibido ya, su participación, había aportado para la colecta, y los casados, habían avisado en sus casas, que el próximo feriado de carnaval, se irían a Rivera por un par de días, para asistir a la boda.

Y sucede que era de allí oriunda la futura esposa de nuestro compañero, por eso el casamiento se llevaría a cabo tan lejos de Montevideo. La concurrencia estaba asegurada, en ese entonces trabajábamos en una empresa de ómnibus, hoy en día desaparecida, por lo que los pasajes estaban asegurados, y gratis. Bueno, en realidad si bien eran gratis, debido a la fecha, lo de asegurados era un tanto relativo.

Méndez, el jefe de pasajes, casi se desmaya, cuando vio que casi toda contabilidad y parte del centro de cómputos, se le apareció un par de días antes del viaje a pedir sus pasajes. –Pero ustedes están locos?-, nos dijo, - De dónde quieren que saque 20 pasajes para Rivera a dos días del Carnaval?-.

El viernes a últimas horas de la noche, nos reunimos, como habíamos quedado, en la Plaza Cagancha, heterogénea mezcla, en aquellos tiempos, de montevideanos, gauchos, valijas, bolsos y ómnibus GM con el galgo dibujado en sus lados. Claro, no iríamos todos en el mismo bus, la imprevisión hizo que el pobre Méndez, a fuerza de mucho trabajo, nos consiguiera los pasajes, pero solo de ida, y desparramados en diferentes coches.

El plan era llegar temprano a Rivera, reunirnos todos en la agencia de ONDA, y desde allí, llamar hacia el Jandaia, el mejor hotel de Livramento, donde pensábamos quedarnos esos dos días de boda y carnaval.

Mi coche fue el último en llegar a destino, así que cuando baje de él, y vi las caras de mis compañeros, intuí que algo no había salido como se había planeado.
-No quedan lugares disponibles en el hotel-, dijo alguien, -y tampoco quedan pasajes para el regreso- dijo otro.

Nos dividimos en grupos de tres o cuatro, y comenzamos esa mañana de sábado a recorrer Rivera y Livramento en busca de alojamiento. Cerca del mediodía, luego de caminar muchos quilómetros y preguntar a infinidad de personas, dimos con una pensión “familiar”, del lado brasilero, una vieja casona, con la fachada de un color, que originalmente debió de ser roja y que quedaba bastante lejos de la línea divisoria.

Al entrar a la pensión, me cautivaron dos cosas, en primer lugar un enorme patio interior, lleno de plantas y pájaros. Las plantas, en un perfecto desorden, donde se mezclaban, a modo de una pequeña selva, palos de agua, bananos, rosales e hibiscos de colores desconocidos para mí. Los pájaros, también desconocidos, volaban y cantaban dentro de un par de enormes jaulones de hierro y tejido de alambre oxidados, y con algún resto de pintura verde.

Lo otro que me cautivó, o debería decir, nos cautivo, fue la jovencísima recepcionista brasilera, solo un poco mayor que nosotros, que salio a nuestro encuentro cuando nos vio entrar. Morocha, de unos ojos increíblemente verdes, y con ese encanto propio y arrebatador de las garotas, que se saben hermosas, y no por ello dejan de ser tremendamente simpáticas y agradables.

Caminamos por un sendero de ladrillos, entre las plantas, y llegamos a la recepción, que cosa extraña, estaba al otro lado de la entrada principal. El patio, estaba rodeado de una pasarela de madera, con viejas barandas despintadas, techada, con viejas chapas de zinc, y bordes de metal con formas romboidales.

Las habitaciones, casi todas ocupadas, y casi todas con sus grandes puertas de madera y vidrio, abiertas de par en par, daban hacia esa pasarela, así, que mientras íbamos hacia la recepción, para registrarnos, nos cruzábamos con los habitantes de aquella pensión, ninguno de ellos jóvenes, por cierto, que nos saludaban, y nos daban la bienvenida en portugués.

Los olores se mezclaban, las rosas, y otras flores del jardín por un lado, la comida en los fogones improvisados de los cuartos por otro, más el olor a ropa limpia que colgaba de algunos alambres a un lado del patio, aportaban lo suyo.

Como ya habíamos visto, casi al pasar, las habitaciones eran sumamente humildes, no muy grandes y bastante destartaladas, distaban mucho de lo que hubiéramos esperado ver en un hotel de alguna estrella, y para colmo de males, la pensión, quedaba muy lejos del centro de Rivera, pero era lo único disponible, así que terminamos por tomar el único cuarto disponible que quedaba.

La preciosura brasileña, nos guió hasta la habitación, que aunque estaba con las puertas abiertas de par en par, no podía deshacerse del olor acre del encierro y la humedad que por años la venían poblando. Típico lugar antiguo, de piso de largos listones de madera, sin rastros de cera por ningún lado, e instalación eléctrica a la vista, como había visto yo años antes en lo de mis tíos. Cables negros, con algunas telarañas, enroscados sobre aisladores de porcelana que recorrían las descascaradas paredes, como venas en un anciano.

Las cuatro camas estaban tendidas con sábanas y mantas de vaya a saber uno que época, pero no importó. Nosotros éramos tres, así, que luego de elegir cada uno su cama, dejamos la cuarta como lugar donde poner nuestras valijas y ropa, ya que aparte de un viejo ropero, que por lo sucio nadie pensaba utilizar, no había más muebles en la habitación.

Habré estado un par de minutos tirado en la cama, el calor era bastante agobiante, y mi cuerpo estaba lleno de transpiración, olor, y ese polvillo rojizo, propio de los caminos de la frontera. Me levanté, y al mismo tiempo de que iba caminando hacia el baño, me iba quitando la ropa, me urgía un duchazo.

El baño, no desentonaba para nada con la habitación, destartalado, con artefactos sanitarios de no se que siglo, manchados de oxido, y una desteñida cortina de nylon celeste, que ocultaba el duchero. Ya desnudo, me metí bajo la ducha, sin saber que previamente a ese paso tan común y corriente, debería haberme instruido en el uso de los famosos Chuveiros brasileños.

Y es que yo confiado, bajo la lluvia fría, totalmente mojado, se me dio por prender una llave cuyos cables iban directamente hacia el artefacto que conectado a un caño en la pared, era el que me estaba proveyendo de una fina lluvia. Yo quería por supuesto que esa lluvia fuese un tanto más calida de lo que era en ese momento, y por eso lo de la llave. El golpe de corriente que recibí, fue tan grande, que terminé, cayendo al piso, llevándome conmigo la cortina de nylon.

De ahí en más, ninguno de los tres se animó a prender nuevamente el famoso Chuveiro, así que nuestra estadía en la ciudad fronteriza, transcurrió entre el calor del clima, y el frío de los baños.

Fuera de alguna que otra anécdota, fue un hermoso casamiento, y una muy divertida fiesta también, y así pasamos el sábado y domingo, entre la boda y las compras en los supermercados, acordándonos a último momento de pasar por la agencia de ONDA, para averiguar por los pasajes que el agenciero amablemente trataba de conseguirnos.

Nuevamente el tema de los pasajes fue problemático, todos volvimos en coches diferentes, mis dos compañeros de pensión y yo, logramos tres plazas en un ómnibus que trasladaba a niños hacia un campamento de verano en Montevideo.

El viaje no tuvo inconvenientes, claro, hasta que a la hora aproximada de viaje uno de los niños del grupo de viaje, comenzó a vomitar. Una hora más tarde, casi la totalidad de los veinte o treinta niños que compartían el ómnibus con nosotros, también vomitaban.

No quiero entrar en detalles, para no herir la sensibilidad del lector, pero para resumirlo de algún modo, debo decir que fue el peor viaje en ómnibus que he tenido en mi vida.

Hoy luego de tantos y tantos años de aquella anécdota, no dejo de pensar en todo lo que, me ha sucedido en mi vida por dejar siempre todo para último momento. Episodios malos, como los del ómnibus, y otros hermosos, como el de aquellos ojos tan verdes que me deslumbraron y nunca más volví a ver.

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lunes, 29 de octubre de 2007

El viaje.


Hasta ahora, solo cosillas de mi autoria habian poblado El Altillo, pero hoy, recibi un regalo precioso, asi, que lo voy a compartir con ustedes, este cuento, pertenece a Mariela, y obtuvo una mencion en un concurso, hace poco, asi que aqui lo pongo para que lo disfruten.

Algo me dijo desde el despertar que ese día sería especial.
Una inquietud me recorrió toda la mañana y permanecí en estado de alerta.
Traté de restarle importancia, no tenía mucho tiempo y debía llegar puntual a aquella entrevista de trabajo, esa era mi última posibilidad.
Me sentí ajena a mi misma, casi una extraña, como si la ropa me eligiese a mí y no yo a ella.
Caminé las dos cuadras que me separaban de la vieja estación. Era una tarde calurosa de noviembre, y la humedad brotaba desde las descascaradas paredes. En la boletería, Don Ángel me saludó con el afecto de siempre, mientras decía:
-Tuvo suerte señorita, por poco lo pierde.
El humo espeso de la locomotora envolvió la estación.
Me gusta viajar en tren, sentarme en un rincón, mirar por la ventana, atravesarla y perderme en el paisaje.
En el segundo vagón hay pocos pasajeros, puedo buscar un ángulo solitario
El tren anunció su salida.
Un último pasajero se aproxima lentamente por el pasillo y se ubica en el asiento enfrente a mí. Es una mujer de setenta años o más, delgada, con el pelo teñido de un fuerte amarillo que deja ver un original oscuro.
Sus ojos celestes parecen vacíos y sus labios finos están cuidadosamente pintados.
La mujer mira por la ventana y yo la observo con curiosidad.
Lleva puesto un vestido elegante, de seda, con un estampado de flores, pequeñas violetas esfumadas. Un collar de perlas con doble vuelta decora su pecho.
Lleva sobre la falda un paquete, parece una caja rectangular, envuelta en una tela de pana de un verde oscuro y gastado.
La mujer deja de mirar hacia fuera y agarra el paquete con ambas manos como protegiendo u ocultando algo,
Siento su mirada fija, penetrante y ahora soy yo quién busca atravesar el vidrio.
Intento perderme en el afuera de pasto quemado por el sol y casas humildes desparramadas.
Sé que me está mirando insistentemente, pero a pesar de la inquietud que me provoca no puedo moverme, me siento paralizada.
Mis ojos se van incontrolables hacia ese paquete rodeado de manos viejas, de dedos deformados y uñas cuidadas.
La mujer casi dobla su cuerpo y con los brazos intenta taparlo.
El tren se acerca a la próxima estación. Pienso en bajarme, o quizás cambiar de vagón o de asiento, ya no soporto esa presencia que me agobia, pero no puedo moverme.
La mujer se levanta, la miro de espaldas, camina por el pasillo y se baja.
Me mira temerosa desde el anden.
No entiendo que pasó, suspiro aliviada y sacudo mi cabeza como para despejarme.
En el asiento de enfrente quedó la caja rectangular forrada con el paño de pana verde.
El tren sigue su recorrido, deja atrás a la mujer y su mirada.
No se que hacer. Agarro el paquete, me pregunto si debo entregarlo al inspector o en la estación.
Siento curiosidad, necesito saber que hay adentro. Sé que no es correcto, que no me pertenece, pero no puedo controlar la atracción que me provoca.
Retiro lentamente la tela que deja ver una caja de cartón antigua envuelta con un cordón de hilo rojo.
Sé que ya no puedo detenerme y desato el nudo que libera la tapa.
La caja solo tiene un portarretratos de plata decorado con marfil.
Detrás de un vidrio aguarda una foto amarillenta donde me veo, sentada en un tren con un vestido de seda con flores violetas, un collar de perlas y mis ojos oscuros llenos de asombro.

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