lunes, 10 de septiembre de 2007

El arbol de Pitanga.


La lógica no siempre es la misma, cambia, se transforma con el paso de los años y de las experiencias. Decisiones que para un adulto son lógicas de tomar, para un niño quizás no lo sean, y hace que muchas veces que esas decisiones que los adultos tomamos, a menudo no sean comprendidas por la inocencia. Y esto, de no comprender las lógicas adultas, me sucedió hace mucho, cuando gozaba aun, de esa inocencia que nos hace descreer de la muerte y confiar ciegamente en todo lo bueno que nos rodea.




Había en casa de mis abuelos un árbol de pitanga, árbol que había crecido prácticamente conmigo, pero que por cuestiones de la sabia naturaleza, se le había dado por dar frutos muchísimo antes de que yo lo hiciera. Arbolito no muy alto, pero bastante frondoso, esperaba los veranos para regalarnos esas pequeñas frutitas, que iban mutando poco a poco del verde pálido, al morado oscuro, casi negro.

Mi avidez de niño hacia muchas veces que esa mutación quedase inconclusa, ya que al llegar a la etapa rojiza de la fruta, no era de extrañar que tanto mis primos, como yo, estuviésemos trepando a las frágiles ramas para obtener el jugoso premio. Claro, nosotros éramos nuevos, y teníamos toda la impaciencia de la vida metida en la sangre, así, que solo algunas bayas lograban llegar a su madurez total. Esas eran las que la abuela, mas alta que nosotros, nos alcanzaba desde la “cima” del arbolito cuando estaban prontas para su consumo, y que con avidez tomábamos del mágico y arrugado arcon de sus manos.

Como me gustaba sentir el dulzor de su carne suave, entibiada por el sol del verano!, y pintarme la boca con ese color morado!!!, bueno no solo la boca, manos, cara, y por supuesto la servilleta de nuestra ropa, quedaban con esas manchas como de vino tinto, que a mi madre le costaba tanto sacar.

Cada verano era igual, desde la tierra del jardín la dulzura brotaba en forma de oscuras bolitas, que esperábamos impacientes a que madurasen en aquel arbolito, tan generoso como frágil.
Y para mi, parte de la lógica de este mundo en aquella etapa de mi vida era esa, gozar de lo bueno que nos daba el mundo, y que creía para siempre, el amor de mi mama, las complicidades de mis abuelos, los juegos con mis primos, y por supuesto, los veranos de pitangas maduras y aroma de jazmines.

Y fue allí en medio de mi inocencia y candor, que descubrí que la lógica no siempre es la misma para todos. Todo comenzó, cuando no se quien se dio cuenta que la tierra del jardín permanecía permanentemente mojada. Primero comenzó con una humedad casi imperceptible en la tierra, luego, con el paso de los días, esta se fue impregnando cada vez mas con agua, al punto que cada vez que jugaba en el jardín, terminaba embarrado de pies a cabeza.

El diagnostico fue injusto y terrible, las raíces del pitanguero, estaba rompiendo los caños de la casa. Tendrían que sacrificarlo!!!. Para un niño que podía llegar a forjarse una gran amistad con perros y árboles, la noticia que aquel amigo que nos regalaba fruta en cada verano tenia que morir era ilógica, lo lógico era que el patio siguiese embarrado, y que el verde musgo siguiera con su conquista de la tierra, ya a estas alturas, totalmente embebida en el agua.
Lo lógico en ese momento para mi, hubiese sido que la abuela hubiese seguido por siempre bajándome los frutos mas negros de la pitanga, y yo, siguiera haciendo rabiar a mama cuando me viera con la ropa manchada con borra de vino.

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