lunes, 11 de febrero de 2008

Asma.


Las manos aun temblorosas del novísimo invierno iban quitando las pocas hojas que al otoño se le habían quedado olvidadas en los árboles de mi barrio, en ese cambio de estación, que si bien no es demasiado perceptible para algunos, para otros, como en mi caso, se hacían sentir con fuerza.

Es que, con una precisión pautada por algún extraño calendario interno, era en esa época del año, precisa, y ya conocida por mí, que las crisis de asma se agudizaban, quitándome del cuerpo las energías necesarias para cumplir con mis deberes de niño, o sea, jugar al fútbol en la calle, pedalear en la Lygie de media carrera, o ir a la escuela.

Mi casa entonces se poblaba del aroma dulzón del eucaliptus, que flotaba en los vahos que en forma de vapor, salían incesantemente de la pequeña olla que sobre la estufa James a querosén, mi madre colocaba en medio del comedor, bien temprano en la mañana, con su mezcla de agua y esencia en su afán por abrir mis pulmones cerrados.

Otro aroma que se adueñaba, sobre todo de mi dormitorio, era el del Vic Vaporub, una pomada, presentada en unas pequeñas latitas anaranjadas, y que a modo de ungüento mágico, mi mamá aplicaba con una franela caliente sobre mi pecho. Cuando las crisis eran de las fuertes, vahos o pomadas no surtían efecto alguno, por supuesto.

Era en esos casos, cuando la desesperación me ganaba, por más que intentara respirar, el aire escaseaba en mis pulmones, el pecho se me hundía bajo el peso de la enfermedad, y sentía como si un par de luchadores de sumo se pararan sobre mí. El corazón entonces se me apresuraba, tratando de compensar con sus taquicardias, el mal funcionamiento de mis bronquios, que chillaban ruidosamente a causa del vano esfuerzo al que los sometía.

Por lo general, la noche era el período en que más sufría, la tos se acrecentaba, iluminando con destellos nerviosos, mis ojos en medio de la oscuridad del dormitorio. En ocasiones, en que mi lucha por respirar parecía condenada al fracaso, pedía desesperadamente la intravenosa de aminofilina, que el médico, llamado de urgencia, solía aplicarme, muy lentamente, y que yo disfrutaba, al sentirla penetrar en mis venas, como un morfinómano disfrutaría de su dosis de droga.

Al llegar la mañana, mi cuerpo exhausto por la lucha, era incapaz de moverse por el cansancio, y era en ese tiempo, en que realmente podía dormir sin pausas algunas horas, dándole tregua a mi organismo para que se recuperase sus fuerzas perdidas durante la batalla nocturna. Y para darle una tregua a mi madre también, que, cansada pero incondicional, a mi lado apoyaba su mano en mi frente, intentando de algún modo adivinar como pasaría la próxima noche.

Los años pasaron, y le darían la razón al viejo doctor, que siempre aseguró que me sanaría solo al llegar a la pubertad, y si bien, aunque la desaparición no fue inmediata, poco a poco, a partir de mi adolescencia, las crisis fueron cada vez menos frecuentes, los ataques imperceptibles, y las toses casi inexistentes, sacándonos un peso de encima a mis bronquios y a mi madre también.

2 comentarios:

Viviana dijo...

Tu relato muy realista, quien no ha
vivido de cerca, todo lo que describes de singular manera, en carne propia o ha visto a algún familiar o amigo cercano padecerla, dura enfermedad sobretodo para los niños que se pierden de mucho por la enfermedad.
Besos.

Jota E dijo...

Si me habré perdido de travesuras por mi asma!!
Besos.